Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza. Así de fuerte. El apóstol de Jesús está llamado a dar testimonio. No hay otra manera mejor de hablar de Jesucristo que contar lo que a uno le ha pasado cuando se ha encontrado con él. Se pueden discutir ideas, pero las experiencias no, simplemente se transmiten y se acogen o se rechazan. Cada uno cuenta la historia a partir de su propia experiencia. Por eso los testigos – en griego: mártires – son los que con su palabra y con su vida hacen presente a otro. La persecución de los cristianos se convierte en la ocasión de dar testimonio y por tanto hacer presente a Jesús allí donde se le rechaza.

Jesús siempre anima a sus discípulos a convertir lo que podría ser un obstáculo en oportunidad propicia para la evangelización. Solo hay que no caer en la trampa de querer uno defenderse con su propia fuerza y sabiduría humanas. Al contrario, se trata de dejar que sea otro el que nos defienda, el Espíritu Santo que Jesús ha derramado sobre su Iglesia. Él nos da la fuerza y la sabiduría imposibles de contrarrestar ni contradecir. Este es el secreto de los mártires, que en su debilidad dan testimonio de la fortaleza de Cristo y en su sencillez dan testimonio de la sabiduría de Cristo.

También hoy sucede así y no solo en los lugares donde la persecución es cruenta, también en nuestra sociedad que presume de tolerante pero que en muchas ocasiones castiga y estigmatiza a los cristianos que se manifiestan públicamente como tale. Pensemos en el personal sanitario que se acoge al derecho de objeción de conciencia ante determinadas prácticas que son contrarias a la moral más básica; o las parejas de novios jóvenes que deciden vivir castamente su noviazgo, o cientos de causas parecidas.

En estos casos no se nos echa de las sinagogas como en tiempos de Jesús, pero en cambio sí se les ridiculiza y se les descalifica porque su conducta resulta molesta y hace que los demás independientemente de la intención con que se haga, se sientan acusados.

Lo más duro lo señala Jesús cuando pone el dedo en la llaga y diciendo que serán muchas veces aquellos a quienes más hemos cuidado, los primeros que nos traicionarán. Algo que él vivió en primera persona con Judas Iscariote. Es el pago a la valentía de trasmitir a los demás lo que uno ha recibido como una gracia gratuita. Porque, aunque uno decida libremente y por amor entregar su vida, lo cierto y verdad es que siempre hay otro que es el que decide la hora y el lugar. Y eso duele mucho. “Si mi enemigo me injuriase, lo aguantaría; si mi adversario se alzase contra mí, me escondería de él; pero eres tú, mi compañero, mi amigo y confidente, a quien me unía una dulce intimidad: Juntos íbamos entre el bullicio por la casa de Dios” (salmo 54). Es el antiguo amigo y confidente, el que sabe todo de uno, el que tiene poder para destruirlo.

En el caso del evangelio de hoy son las ciudades donde tantos signos había hecho el Señor, las que lo rechazan. ¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida! Pues si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidos de sayal y sentados en la ceniza.