“¡Ay de vosotros, maestros de la ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia: vosotros no habéis entrado y a los que intentaban entrar se lo habéis impedido!”. Palabras duras del Señor, que reserva para algunos maestros de la ley, sacerdotes y fariseos. Sin embargo, paradójicamente, no se dirige así a los pecadores. Sólo como ejemplo valga la respuesta de Jesús a la pecadora pública que con sus lágrimas bañó los pies del Maestro y los enjugó con sus cabellos, de ella dice: “le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho” (Lc 7, 47). O aquella que sorprendida en adulterio se la presentan al Señor para que se pronuncie sobre la sentencia prevista de lapidación, después dejar mudos a sus acusadores le dice: “tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más” (Jn 8, 11). Ni siquiera le dirige unas afirmaciones tan duras al administrador infiel, sino que lo alabó por haber actuado sagazmente; porque los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz (Lc 16, 8).

Es importante que aprendamos nosotros la lección contenida en esta diferencia, porque también es para nosotros el evangelio que leemos hoy. La situación de estos maestros de la ley es peor que la de los pecadores porque teniéndose por sabios y justos se hacen incapaces de reconocer su pecado. Es, salvando las distancias, como la persona que padece diabetes, pero creyéndose sano, se toma todos los dulces que le apetezcan. El peligro no es la diabetes sino el desconocerla y así poder ir al médico y que te sanen. Quien se sabe pecador no tiene nada que temer si acude al trono de la misericordia, si se acerca a Cristo y se deja perdonar. San Juan Pablo II, nos decía en una homilía (16-III-1980) que “no hablan de severidad los confesonarios esparcidos por el mundo, en los cuales los hombres manifiestan los propios pecados, sino más bien de su bondad misericordiosa. Y cuantos se acercan al confesonario, a veces después de muchos años y con el peso de pecados graves, en el momento de alejarse de él, encuentran el alivio deseado; encuentran la alegría y la serenidad de la conciencia, que fuera de la confesión no podrán encontrar en otra parte”.

La misericordia de Dios ha puesto un límite al mal. Pero es preciso dejarse como envolver en esa misericordia. Dios supera la idea de justicia de estos maestros de la ley y “pone en juego una nueva idea de justicia: no la que se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva” (Benedicto XVI, Audiencia 18-V-2011).

María, Refugio de los pecadores nos abra al reconocimiento de nuestro pecado e insuficiencia para abrirnos al Amor Misericordioso del Corazón de su Hijo.