Jesús, para explicar a sus discípulos, y hoy a nosotros, cómo tenemos que orar siempre sin desanimarnos, nos propone, de nuevo, parábola del juez que “da largas” a la viuda y no se dispone a hacerle justicia. Si el Señor nos insiste en esto no es porque el necesita que estemos insistiendo y como poniéndonos pesados porque Él cederá ante la insistencia. No hay ninguna resistencia que vencer en Dios, Él está deseando como un padre salir al encuentro de nuestras necesidades. “Si conocieras el don de Dios (Jn 4, 10). La maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de El (cf. San Agustín, quaest. 64, 4).” (Catecismo de la Iglesia Católica 2560). Nos insiste porque es una necesidad para nosotros orar perseverantemente. La oración no cambia a Dios, nos cambia a nosotros. “Cuando el corazón ha sido conquistado por Cristo, la vida cambia. Las opciones más generosas, y, sobre todo, perseverantes, son fruto de profunda y prolongada unión con Dios en el silencio orante” (San Juan Pablo II, 24-II-2002).

Para orar perseverantemente necesitamos cuidar la disposición a escuchar. Parecería que es justamente al revés, estar dispuesto a insistir. Sin embargo, es fundamentalmente lo contrario. Como nos decía Benedicto XVI, en Jornada Mundial de la Juventud en Colonia, hemos de darle la oportunidad de que nos hable, necesitamos “recobrar la experiencia vibrante de la oración como diálogo con Dios, del que sabemos que nos ama y al que, a la vez, queremos amar. Quisiera decir a todos insistentemente: abrid vuestro corazón a Dios, dejad sorprenderos por Cristo. Dadle el «derecho a hablaros» durante estos días. Abrid las puertas de vuestra libertad a su amor misericordioso. Presentad vuestras alegrías y vuestras penas a Cristo, dejando que Él ilumine con su luz vuestra mente y acaricie con su gracia vuestro corazón”.

Él está con nosotros permanentemente. No deja de mirar con cariño ni un instante. Aquí empieza toda la oración, en no perder la conciencia de sabernos mirados por Él. Le tenemos todo el día con nosotros. Abrámosle el corazón y contémosle lo que hacemos, lo que planeamos, lo que nos preocupa… Metámosle en nuestra vida y Él nos meterá en la suya. Así mantendréis un permanente diálogo. Ciertamente esto supone por nuestra parte un combate. “La oración es un don de la gracia, pero presupone siempre una respuesta decidida por nuestra parte, pues el que ora combate contra sí mismo, contra el ambiente y, sobre todo, contra el Tentador, que hace todo lo posible para apartarlo de la oración. El combate de la oración es inseparable del progreso en la vida espiritual: se ora como se vive, porque se vive como se ora” (Catecismo de la Iglesia Católica 2725).

María es modelo de la contemplación de Cristo, que Ella nos lleve por esos caminos de oración perseverante.