Guardar la vida, qué cosa más fea. Suena a aquello de enterrar el talento recibido sin hacerlo rendir. Reservarme, no vaya a ser que los demás de aprovechen de mí. Esconder mis dones, por si dándolos tengo que renunciar a mis propios planes. Guardar, enterrar, reservar, esconder: no son verbos muy propios del cristiano cuando tienen que ver con las bendiciones recibidas de Dios. Jesús nos insiste hoy en que si no entregamos la vida, la privamos de sentido. En ocasiones me siento vacío, triste, como si me faltara algo: aunque haga muchas cosas, tenga muchos planes, mi agenda esté repleta de citas, siento que hay grandes lagunas en mi interior. Cuando soy sincero, descubro que esa vaciedad, esa tristeza, esa carencia viene del egoísmo de pensar sólo en mis cosas, en lo que me preocupa o me interesa, en lo que quiero o dejo de querer. Dando vueltas alrededor de lo mío lo único que consigo es ahogarme en un egoísmo estéril y poner mi vida en manos del enemigo.
Me conmueve recordar la claridad con que Cristo habla: “el que pierda su vida, la recobrará”. O sea, que si pienso en lo que le preocupa a los demás, en lo que le interesa a los demás, en lo que quieren o dejan de querer los demás, seré feliz. ¡Qué lleno tengo el corazón de mi yo, de mis pequeñeces, de mis naderías! Un cristiano auténtico debe estar continuamente saliendo de sí mismo para vivir volcado hacia los demás. No sólo algunos ratos, siempre. No sólo en momentos puntuales, sino habitualmente. La música de fondo de nuestra vida no puede ser otra que el estar continuamente pendientes de lo que los otros puedan necesitar. Todos hemos tenido esa experiencia maravillosamente fecunda: dejar de preocuparnos por lo nuestro y lanzarnos a preocuparnos por lo de los demás produce una paz y una alegría en el corazón que ninguna cosa de la tierra puede darnos.
¡Cuántas ocasiones tengo cada día para desprenderme de mi vida y ponerla en juego para que otros tengan vida! No quiero ser de los que la guardan sino de los que la dan. Me vienen tantas a la cabeza: adelantarme a servir a la gente con la que vivo, ser amable en el trabajo que desempeño, cuidar las amistades preguntando con frecuencia por lo que sucede en su corazón, dejar tanto apego a los bienes materiales para cuidar los bienes del espíritu. Menos series y más frecuencia de sacramentos. Menos teléfono móvil y más oración silenciosa, recogida, íntima. Menos críticas y murmuraciones y más compartir la fe para que la fe se robustezca. Está claro que aquello de guardar, enterrar, reservar y esconder es un pacto secreto con el diablo. Vivamos como Jesús, gastando cada instante para que los demás sean felices. Así también lo seremos nosotros.
Querido hermano:
Recuerda que perder la vida no es desperdiciarla, sino vivir desde un amor que acogemos y que transformamos en vida con quienes nos rodean. El «haz lo que quieras» es el viejo mito de la vida desenfrenada que ansía libertad, y que la pierde si no existe amor.
El demonio es malo, no tonto, pero el amor clavado en cruz le derrotó. Por eso, graba este versículo de Pablo en Efesios: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, que viváis arraigados y fundamentados en el amor. Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud de Dios».
Recuérdalo: el amor salva. Por eso, perder la vida no es desperdiciarla ni dilapidarla, es invertirla en lo que te dará vida, y vida abundante, la que salta hasta la vida eterna. De hecho, el Evangelio nos habla de que todo pasa.
«El Señor me ha concedido una riqueza infinita e inalienable: su imagen y semejanza. Se ha dado a sí mismo, ¿qué riqueza terrena puedo desear además de esta? No existe honor más grande que el de ser cristiano, miembro del cuerpo de Cristo, hijo de Dios en Cristo. Nadie es más rico que aquel que lleva en su corazón a Cristo y su gracia».
¿Y seguimos siendo codiciosos, ambiciosos, avaros, envidiosos, orgullosos…? Qué ilusión, qué estupidez.
Reza cada dia el Santo Rosario Con la Virgen Maria.
Tu hermano en la fe: José Manuel.