Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas, nos dice Jesús. Solemos teñir la perseverancia con tonos oscuros y tristes. Perseverar no es aguantar o soportar, como si nos tuviésemos que fastidiar con la vida que nos ha tocado vivir. No es pechar con una carga insoportable a la que no hay manera de encontrarle un sentido. No es resignarse. No es ir tirando. Los matrimonios que perseveran no son los que se limitan a tolerarse mutuamente, pero ni un gracias, ni un perdón, ni un te quiero, ni un me he equivocado. Los sacerdotes o las religiosas que perseveran no son los que simplemente sobrellevan el peso de su vocación, pero vacíos de ilusión, de sentido, de alegría que contagia a los otros, lamentándose del camino que han emprendido. Eso no es perseverar.

Perseverar es ser fiel. Y ser fiel es crecer en el amor. Eso supone cultivar la chispa que un día se encendió en nuestro corazón y que nos abrió un horizonte nuevo, lleno de sentido y felicidad. Ser fiel es avivar el fuego de la presencia de Dios en nuestra alma, como una hoguera de vida eterna que calienta todo lo que toca. Ser fiel es quererte cada día más, Jesús. No puedo conformarme con un simple ir tirando. Con cargar una mochila pesada. Con soportar unas normas y costumbres rutinarias. Dijo una vez un Papa que perseverar es prolongar el amor en el tiempo, haciendo que cada día sea más intenso, más profundo, más pleno.

Seamos conscientes de que lo que pone en peligro nuestra perseverancia es la falta de ilusión, de cariño, de deseos de hacer más hueco en el corazón al amado. Que cuando llegues, Señor, me encuentres perseverando: porque te quiero más que ayer, porque me entrego a ti más que ayer, porque renuncio a mi egoísmo más que ayer. Para un alma enamorada, aguantar es poco. Eso es para almas calculadoras, que tienen un corazón de piedra. El alma enamorada quiere volar cada día más alto, llegar a mirar cara a cara al sol. Ojalá tengas ilusiones de perseverar, de crecer en el amor, de ser cada día más de Jesús.