Le acusaban de haber violado la ley porque había curado a un paralítico en sábado. Le interrogaban acerca de su autoridad para hacer ese y otros signos parecidos. Pero el Señor les recuerda cómo ellos mismos habían enviado a algunos de los suyos para interrogar a Juan, el Bautista, y éste había dado testimonio en su favor.

Pero hablando de testimonios, Jesús dice que el más importante es el que da Dios, a quien Jesús llama su padre. Él ha venido a hacer la voluntad de su padre, a llevar a cabo el encargo que había recibido de él. Y este es el mayor testimonio de todos, que Dios le de eficacia a todo lo que Jesús emprende en este mundo.

Las obras que Jesús hace muestran que Dios le acredita, son obras en favor de la vida y de la libertad de los hombres. Por eso Jesús no necesita más testimonios. “Obras son amores y no buenas razones”, dice el refrán popular. Lo mismo sucederá con sus discípulos después de la resurrección, cuando Jesús glorificado derrame el Espíritu Santo sobre los apóstoles, el día de Pentecostés. A partir de aquella hora los discípulos no aran solo las obras de Jesús sino, tal y como él había prometido, aún mayores. Estas obras que siguen realizándose en el presente son el verdadero testimonio de la verdad que predicamos. También son la manifestación de la verdad de nuestra conversión: Dad frutos de conversión, decía el Bautista reclamando la virtud y la justicia en el pueblo de Israel.

Estamos a punto de llegar a la última semana del adviento, a punto de cambiar el foco de atención y empezar a contemplar las escenas de los evangelios de la infancia de Jesús. Es el momento oportuno para preguntarnos por las obras que manifiestan nuestra conversión. Es un buen momento para reflexionar y reconocer humildemente qué dicen de nosotros las obras que realizamos. Más allá del personaje que cada uno quiera representar o de las máscaras que uno elija usar para cubrir su verdadero rostro, estamos llamados a vivir una auténtica unidad de vida. Es decir, que aquello que decimos se corresponda con lo que vivimos; que aquello que queremos coincida con lo que sabemos que es bueno y más aún con aquello que amamos y que sentimos en lo más hondo de nuestro corazón. Esa es la verdadera conversión, no solo de la cabeza, ni siquiera de la de la cabeza y la voluntad. La verdadera conversión implica el sentimiento y se manifiesta en las obras que lo ponen de manifiesto.

Antiguamente se pensaba que el obrar sigue el ser, es decir que cada uno obra según su propia naturaleza; pero más recientemente, al menos en el caso del hombre, parece mejor pensar que el ser sigue al obrar, en el sentido de que en cada momento y al hacer una cosa elegimos la persona que queremos ser. Somos responsables de nuestras obras y nuestros actos son performativos de nuestra propia persona.

Las obras que hacemos son nuestra mejor tarjeta de presentación. Así fue en el caso de Jesús y así tiene que ser en el caso de sus discípulos. No necesitamos más testimonios.