Dios ama este mundo. Dios nos ama a nosotros, sus hijos. Dios viene a habitar en esta tierra donde los hombres hemos dejado que prolifere el pecado y hemos permitido que se enfermera mortalmente nuestra familia. Este es uno de los significados que tiene esta genealogía de Jesús que leemos al principio de estas ferias mayores del adviento.

El evangelista quiere manifestar claramente con la genealogía de Jesús que el hijo de María enraíza con Abraham, el portador de la bendición de Dios. El hijo de Dios, el verbo eterno del Padre, la palabra que se va a hacer carne y va a habitar en medio de nosotros es de nuestro barro, en todo igual a nosotros, para participar de nuestra misma condición humana. Ni es un ángel ni es un marciano, procede de esta raíz, que tiene su origen en Abraham, nuestro padre en la fe.

La lista de ascendientes se divide en tres grupos de catorce generaciones encabezados por Abraham, David y Jeconías. Del primer grupo, llama la atención que la bendición de Dios pase, no al primer hijo de Abraham, su primogénito Ismael, sino al segundo, Isaac. De este tampoco pasa al primogénito Esaú, sino al segundo, Jacob. Tampoco pasa al favorito de Jacob, que era José, sino a aquel que precisamente lo había vendido, Juda.

Después, la lista de reyes que aparece comenzando con David es un ejemplo de cómo se va empobreciendo y envenenando el corazón de los hombres; es un auténtico catálogo de pecadores. Y si nos fijamos en las mujeres que aparecen en esta genealogía, salvo María que es la quinta y última, las otras cuatro anteriores no son especialmente ejemplares para los hijos de Israel. Una es una incestuosa, Tamar, otra es una prostituta, Rajab, y la tercera una adúltera, Betsabé. La única mujer que podría ser presentable, Rut, pertenece a un pueblo enemigo, es una pagana.

¿Cuál es por tanto la intención del evangelista al proponernos esta genealogía de Jesús más allá de reconocer su ascendencia de Abraham y su pertenencia a la casa de David, por la que se le puede considerar verdaderamente hijo De Abraham e hijo De David? Sin duda alguna reconocer cómo Dios ha previsto en el pecado la salvación. Cómo Dios desde el momento en que ha creado al hombre en el amor, por el amor y para amar, se ha hecho vulnerable a su desamor, y ha previsto su futuro rechazo. Como dirá San Pablo: “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”. Esta historia de pecado se convierte en la ocasión para que Dios manifieste su amor sin medida. Un amor que llamamos misericordia. Dios no se arrepiente de haber creado el hombre. Dios no destruye la obra de sus manos. Al contrario, escuchando el clamor de los profetas que dicen: Señor, Dios nuestro, ¡restáuranos! ¡Que brille tu rostro y nos salve!

El hijo de Dios viene no solo a salvar, sino también a redimir, restaurar, sanar y purificar el corazón del hombre desde su raíz. Es ese esqueje saludable que va a comunicar la salud a todo el tronco enfermo y que va a hacer que ahora este árbol pueda dar fruto abundante y perenne.

Jesús se ha hecho solidario de esta humanidad concreta, débil y pecadora, no de una élite ideal y selecta. Jesús es el Santo, pero no desdeña mostrarse uno más entre de los pecadores, y los trata con delicadeza y ternura. Ha entrado en nuestra familia, y pasando por uno de tantos y actuando como un hombre cualquiera, se alegra de que la salvación nos haya alcanzado a cada uno de nosotros, se felicita porque la salvación haya entrado en nuestra casa.