“Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”. Quizá nos choque en este pasaje evangélico la aparente frialdad de Cristo hacia María, su Madre, que con todo cariño habría acudido al sitio donde Jesús estaba y estaría esperando poder conversar con Él, o darle un beso, un abrazo, o contarle algunas noticias, o simplemente decirle que le quería. Jesús está instruyendo a un grupo de personas, hablándoles del Reino de Dios, charlando sobre sus problemas e ilusiones, cuando aparece la Virgen y, desde fuera, le llama. Parece como si Jesús rechazase ese parentesco de sangre, como si no quisiese hacer distinciones entre su familia y los otros, pero en el fondo lo que hace es desvelar el motivo de su infinito amor hacia su Madre: no son razones humanas, que van y vienen, sino razones sobrenaturales, que permanecen. El amor profundo entre Madre e Hijo radica en que María es la gran cumplidora de la voluntad de Dios. La que se fio. La que dejó que el Señor escribiese su historia. Ella supo hacer de su vida una amorosa aventura en la que los planes divinos fueron lo primero.
Es el auténtico programa de la vida cristiana. No por casualidad entre las pocas frases que el Evangelio recoge de la Virgen encontramos el mandato de Caná: haced lo que él os diga. Como si María quisiese animarnos a que la imitásemos: ese ha sido siempre mi anhelo y por eso soy feliz. Es un buen momento para revisar, en la oración, si de nosotros también se podría decir que somos fieles cumplidores de la voluntad de Dios. Que, aunque a veces fallemos, tenemos en el alma ese deseo de que los planes de Dios se hagan realidad en nosotros. Pidamos perdón si, por el contrario, nuestra vida consiste simplemente en un cumplimiento de nuestros planes, caprichos y antojos, constatando una y otra vez que esa forma de proceder no nos llena, nos deja vacíos y no logra que el plan de Dios suceda en nosotros. ¿Queremos sintonizar con Cristo? Busquemos su voluntad. Señor, quiero saber lo que deseas de mí para ponerme manos a la obra. Es un poco aquel grito enamorado de Santa Teresa: vuestra soy, para vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí?
Querido hermano:
Todos podemos y debemos ser madre de Jesús, pero no en sentido físico sino espiritual; no en nuestras entrañas, sino por la fe en toda nuestra vida. Ser madre significa concebir a alguien y darle a luz, tú y yo podemos y debemos concebir a Jesús por la fe en nuestra vida, hasta el punto de que quienes nos vean, puedan distinguir que hay vida en todo lo que hacemos.
Pero además, la maternidad completa requiere de dar a luz, y eso lo hacemos con nuestras obras, es decir, nuestra forma de vivir ha de encarnar los valores del Reino de Dios.
Debemos mostrar la vida de Jesús, la fe tiene que ir acompañada por las obras: un manzano tiene que dar manzanas, ahora bien, nuestras obras no son causa de nuestra fe, sino consecuencia del amor recibido de Dios y de la fe en Él. De ahí que Jesús nos dice que: «No todo el que dice: “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos».
Hacer la voluntad de mi Padre, del padre de Jesús, es dar a luz, es poner por obra lo que escuchamos en la Palabra, es el «hágase» de María.
Gabriel Marcel, filósofo, católico, dramaturgo y crítico francés, decía que: «Cuando uno no vive como piensa, acaba pensando como vive».
Busquemos la unidad en el Espíritu Santo y, unidos a Cristo, amemos a Dios.
Esta es nuestra hora. Donde estés, tienes que ser sal y luz del Evangelio. Confía en Dios. Perdonando, acogiendo, Orando por otros. Reza el Santo Rosario. Tu hermano en la fe: José Manuel.