Una luz muy grande se encendió dentro de nosotros el día de nuestro Bautismo. Una luz que ilumina nuestra vida con un sentido de eternidad, que nos hace caminar por este mundo con una fe que transforma todo. Una luz que nos facilita que en medio de los sufrimientos, de las dificultades, de las cosas que no salen como esperamos, de las situaciones que nos hacen pasarlo mal, podamos ver a Jesús que con su mano nos ayuda a dar un significado a todo aquello que vivimos. Esa luz, que nos llena de alegría y de esperanza, no podemos esconderla: “¿Se trae la lámpara para meterla debajo del celemín o debajo de la cama? ¿No es para ponerla en el candelero?”. No pocas veces pretendemos vivir una religión privada, como si el mundo no tuviese derecho a conocer que Jesús ha resucitado. Por cobardía, por respetos humanos, por miedo al qué dirán, tenemos tendencia a esconder nuestra fe: ¿qué pensaran si saben que voy a Misa con frecuencia, si se enteran de que rezo, si perciben que la Iglesia condiciona muchos de mis comportamientos? Aparece el miedo escénico y, a la vez, desaparece nuestro testimonio. Pero la fe que no se comparte, muere. La que se comparte, crece. Cristo pone como piedra de toque de nuestro verdadero amor por Él un afán salvaje por predicar su Evangelio. Hemos encontrado a alguien maravilloso, hemos encontrado el sentido de la vida, hemos encontrado el Cielo, ¿y lo vamos a esconder? La gente está buscando la felicidad. Sin saberlo, están buscando a Dios, ¿y se lo vamos a ocultar?

En la memoria de los santos Timoteo y Tito renovemos nuestro deseo de ser apóstoles. No nos dejemos envolver por un ambiente paganizado, alejado de la vida evangélica, entregado a la mundanidad: ¡renovemos el mundo con ese amor ardiente por Cristo! Pongámonos en camino. Habrá dificultades, pero tuvieron muchas más los primeros cristianos. Y con qué valentía, con qué arrojo, con qué coraje se lanzaron a la misión. Pidamos al Señor que nos aumente la fe, que haga crecer en nosotros el deseo de transmitirla, que nos pegue la locura de entregar la Buena Nueva a toda la humanidad. A veces se reirán de nosotros, nos tratarán mal, serán indiferentes, nos harán el vacío. Pero que nadie pueda decir que nosotros escondimos a Jesucristo en las sacristías. Él quiere salir a las calles. Quiere que demos testimonio de su Resurrección en nuestro trabajo, con nuestros amigos, en medio de nuestras ocupaciones habituales. Seamos apóstoles sin miedo. Tenemos esa luz maravillosa que ilumina nuestra vida. No la escondamos debajo del celemín, pongámosla sobre el candelero para que a todos alumbre.