El evangelio de hoy nos invita a poner la confianza en un Dios que es “padre” en el sentido más alto y pleno del término. Como lo presenta la escritura (Ef 3, 15): “Dios de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra”. Y es que nuestro Dios es “padre” no en modo superlativo o en sentido figurado, sino que por decirlo de alguna manera es el “analogado principal”, es decir, si podemos decir que algo o alguien es padre (o madre) es en la medida en que es origen de la vida y su sostenedor en el tiempo, de manera similar a como lo es Dios de modo perfecto y absoluto. Dios es el origen y el principio de todo cuanto existe y todo tiene en él su consistencia, su sentido y finalidad.

Cuando en el evangelio, Jesús nos invita a orar con confianza a Dios, pone como término de comparación a los padres de este mundo. El argumento encuentra su fortaleza en la desproporción que hay entre la bondad divina y la maldad humana. “Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos cuando os lo piden, cuánto más vuestro padre del cielo os dará cosas mejores”. Por tanto, no es tanto una enseñanza sobre cómo ha de ser nuestra oración, o cuáles deben ser las disposiciones del hombre que ora: confianza, humildad, perseverancia, etc., sino que más bien es una enseñanza acerca de la bondad infinita y la misericordia ilimitada de Dios que quiere ser nuestro padre en el cielo: “Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles; porque él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos barro. Pero la misericordia del Señor dura siempre, su justicia pasa de hijos a nietos: para los que guardan la alianza y recitan y cumplen sus mandatos” (Sal 102).

Jesús está enseñando a los discípulos a confesar a Dios como padre, bueno y providente, que solamente quiere lo mejor para sus hijos y, en ese sentido, atiende a sus peticiones de manera sorprendente y eficaz. Recordemos cómo hace dos días, Jesús nos invitaba a no usar muchas palabras en la oración, como quien cree que por su elocuencia o “verborrea” puede convencer a aquel que no estaba convencido, o conmover un corazón endurecido hasta ablandarlo y ganarlo para la causa. No podemos hablar así de Dios porque él está a nuestro favor siempre; más bien tendríamos que examinar si nosotros pedimos con deseos de recibir como un don aquello que Dios nos da; si buscamos con sincero deseo de encontrar aquello que Dios ponga delante de nuestros ojos; si llamamos con deseo de que nos abra la puerta que nos lleva a la vida, sea esa puerta la que sea. Porque más bien, da la impresión de que no pedimos con esta confianza y por eso restringimos tanto el objeto de nuestra súplica; que no buscamos, sino aquello que se nos ha antojado encontrar caprichosamente; y que no llamamos a cualquier puerta sino exclusivamente a aquella que nos apetece que se abra.

Confiemos en la bondad de Dios que ya sabe lo que necesitamos aún antes de que se lo pidamos. Abandonémonos en él como un niño que no le pretende explicar a su padre cuál es el camino mejor para llegar a la meta que persiguen. Disfrutemos de estar en brazos de quien nos sostiene con ternura y nunca nos va a dejar caer en un lugar del cuál no podamos ser levantados y salvados.

“Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre. Espere Israel en el Señor ahora y por siempre” (Sal 130).