Todos los viernes del año ponemos la mirada en la cruz, pero especialmente en este tiempo de cuaresma en el que miramos al árbol de la vida y decimos “ave, crux, spes unica”. En la cruz se han unido el cielo y la tierra, se han reconciliado el norte y el sur, el este y el oeste. En la intersección de esos dos palos, el vertical y el horizontal, está el corazón de Jesús a quien damos culto cada primer viernes de mes. Es el amor que nos ha reconciliado, es el amor que nos ha perdonado, es el amor que nos ha amado tanto que ahora también nosotros podemos amar así, con un amor desmesurado.

En el evangelio de hoy, Jesús nos recuerda que la voluntad de Dios expresada en la ley antigua y en los profetas, queda compendiada en el doble mandamiento del amor a Dios y del amor al prójimo. Estos dos preceptos sirven de garantía y verificación el uno del otro. Es imposible amar a Dios sin amar al prójimo, y es imposible amar al prójimo sin amar a Dios. Pero Cristo ha venido a llevar la ley a plenitud. Por eso el promulgará una ley nueva grabada no en tablas de piedra, sino por el Espíritu en el corazón de los hombres; y en la víspera de su pasión, Jesús dará un mandamiento nuevo: “que os améis unos a otros como yo os he amado“.

En las palabras que escuchamos hoy, entresacadas del sermón de la montaña, Jesús nos anticipa esta idea. El tiempo de nuestra vida es la ocasión que se nos da para presentarnos ante Dios reconciliados y libres de todo resentimiento y rencor entre hermanos. “Procura ponerte de acuerdo con el que va a tu lado mientras estás de camino…”. Nadie puede presentarse ante el altar de Dios, nadie puede llevar su ofrenda ante su presencia, sin que antes se haya reconciliado de corazón con su hermano y con quien tenga algún pleito pendiente.

La cuaresma es tiempo de conversión en sentido real y concreto; nadie puede pretender acoger la gracia de una vida nueva, un corazón y un espíritu nuevos, sin dejar que antes se le arranque de su pecho, el corazón de piedra, ese que está lleno de resentimientos, indiferencias, envidias y rivalidades. Por eso, mejor no posponer para mañana esa llamada, esa conversación, esa oportunidad de reencuentro y de pedir perdón. Que Dios nos bendiga hoy, antes de que sea demasiado tarde, y ya no haya vuelta atrás. Como dice San Juan Damasceno: «No hay arrepentimiento para los ángeles después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte».

Damos gracias a Dios que nos ha amado con un amor tan grande, con una medida tan rebosante y sobreabundante, que nos permite ahora a nosotros recibir tanto amor y que también nosotros podemos dar sin reprochar ni exigir ser correspondidos.

Aprovechemos este viernes para acercarnos a la Cruz e ir de la mano de ese hermano, con quien estábamos enfadados y distanciados, para que el Señor acoja nuestra ofrenda y uniéndola a la suya que se ofrece en el altar de la cruz, se transforme en vida abundante para el mundo.