San Juan nos permite disfrutar hoy de teología de la buena.

Jesucristo es enviado del Padre. Dos veces cita hoy el Señor ese verbo. Describe una de las verdades teológicas más bellas: la de las misiones divinas, el envío del Hijo y el envío del Espíritu Santo. El Padre, como origen de todo, no es enviado, sino que envía a las otras dos Personas de la Trinidad.

Hay un envío visible y otro invisible. El «visible» hace referencia a que es captable por los sentidos, tiene un componente material, espacio-temporal: se puede ver, tocar, sentir.

El envío visible del Hijo lo celebraremos justo mañana: el Verbo de Dios se hizo carne. En esos primeros momentos de la concepción y a lo largo de los nueve meses de embarazo, María era portadora de Dios. Sólo una ecografía nos habría permitido contemplar aquellos emocionantes primeros meses en que Dios ya era también humano. Hasta el día del parto, no pudieron contemplar sus ojos. Aquél inolvidable día, que la Iglesia celebra como segunda solemnidad del año —la Pascua de Navidad— pudieron mirar a Dios, tocarle, cogerle, mecerle… El envío visible del Hijo hizo a Dios palpable, audible, en una gruta de Belén de Judá. A partir de ahí y hasta llegar al sepulcro, fueron 33 años, la mayoría ocultos a la historia, donde el Dios de las promesas las hizo todas ellas realidad con una sobreabundancia de gracia insospechada para propios y ajenos a la historia sagrada del pueblo de Israel.

El envío visible del Espíritu se produce de modo solemne en Pentecostés, con las llamaradas de fuego. Encontramos, no obstante, otras manifestaciones anteriores, como su aparición en forma de paloma en el bautismo de Jesús. No obstante, serán las lenguas de fuego y su eficacia sobrenatural en el corazón de los apóstoles lo que inaugura y perpetúa en el tiempo la nueva y definitiva alianza sellada por Cristo en la cruz: la Iglesia nace como una acción del Espíritu que injerta a los creyentes en el corazón mismo de Cristo muerto y resucitado. Queda inaugurada la vocación sobrenatural del hombre: la de ser hijos de Dios.

Una última anotación: el «envío invisible». Éste no es «sensible», sino en el orden espiritual. Se trata ni más ni menos que del don de la gracia que hacer presente a la Trinidad en la vida del hombre. De modo eminente, este envío invisible se produce en los sacramentos, que son una prolongación de la encarnación del Verbo, pero que también ocultan su humanidad. Vivimos en este tiempo de gracia, con un envío constante del Hijo y del Espíritu Santo por parte del Padre. Éste, aunque no es enviado por nadie, también se nos da, se nos regala. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo: he aquí el don más maravilloso que cada día de tu vida, por el don de la gracia, recibes en tu vida. ¡Vaya pasada!