Conmueve ese afán de Jesús por seguir a sus apóstoles para confirmarles en la fe. La mayoría le dieron la espalda, por miedo, durante su Pasión. Pero el amor que hay en el corazón de Cristo es tan grande, tan sobreabundante, tan generoso, que en silencio, con discreción, sin fuegos artificiales se acerca al lugar donde ellos están. Le enorgullece que hayan cumplido con el mandato que dio a las mujeres: que los apóstoles vuelvan a Galilea, que allí verán a su Señor. Les ve volver a su ocupación habitual, que es la pesca, contempla sus esfuerzos para que la faena sea provechosa, asiste al fracaso de todos sus intentos. Todo eso Jesús lo mira con cariño. Que tú y yo también nos sintamos mirados con ese inmenso afecto por Cristo. A veces, por nuestro pecado o nuestra infidelidad, nos miramos mal, nos tratamos peor, nos sentimos indignos de toda misericordia. Contemplar a Jesús embelesado por los suyos debe animarnos a descansar en esa mirada que nos desea, nos alienta, nos fortalece. No espera a que vayamos, va Él. No aguarda a que le sigamos, Él nos sigue. No te canses de contemplar a Jesús paseando por la orilla de ese mar viendo a sus hijos tan amados, sintiéndose orgulloso de sus luchas, esperando sin prisa para poder charlar con ellos, para compartir un poco de intimidad y llenarles de consuelo.

Y pasa lo que ha venido pasando en las apariciones del Resucitado: no le reconocen. No son capaces de desentrañar el misterio. Pensarían que aquel intruso de la orilla que les hablaba sería algún paisano molesto que aparecía en el peor momento. Son esas palabras llenas de autoridad las que despiertan los recuerdos en Juan: “echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. La red queda repleta. El apóstol amado de Jesús recuerda que ya había sucedido algo semejante hacía años. Que alguien que le amaba con locura, en el que descubrió el sentido de su vida, un horizonte sobrenatural insospechado, le dijo lo mismo y se obró el milagro. Juan grita: “Es el Señor”. Es maravillosa si intuición, su fina sensibilidad, su capacidad de percibir la presencia de lo divino. También la valentía de Pedro, su empuje y su arrojo. Si algo tenemos que pedirle a Jesús en esta Octava de Pascua es la capacidad de reconocerle: que no pase a nuestro lado y por nuestra torpeza, tibieza o indiferencia le dejemos pasar como pasa el agua sobre las piedras, sin dejar rastro. Que nuestros ojos del alma sean siempre capaces de verle, de percibir su cercanía, de sentirle a nuestro lado. Será en las cosas cotidianas. Ellos lo sintieron mientras estaban trabajando en su ocupación habitual, que era la pesca. También descubrieron su vocación cuando estaban remendando las redes hacía tres años. Que Jesús no sea un desconocido en nuestro día a día. Que la fuerza de su Resurrección limpie nuestros ojos y nos ayude a contemplar la maravilla de este Dios que tanto nos ama.