Miércoles 19-4-2023, II de Pascua (Jn 3,16-21)

«Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna». En la tradición cristiana, siguiendo las imágenes que aparecen en el profeta Ezequiel (10,14) y en el Apocalipsis (4,7), al evangelista san Juan siempre se le representa como «un águila en vuelo». Los grandes doctores han interpretado esta simbología del cuarto evangelio explicando que este relato, escrito por el discípulo al que Jesús amaba, se remonta hasta unas alturas de profundidad y sentido. San Juan escribe su evangelio mucho más tarde que el resto, ya en su vejez, después de mucho contemplar y madurar su experiencia cristiana. Aquel que se apoyó en el pecho de Jesús ha sabido sacar de esa inagotable fuente un manantial inextinguible de sabiduría. Por eso, al final de su vida, puede resumir toda su amistad con el Maestro con estas palabras, sencillas pero fascinantes: «Tanto amó Dios al mundo».

«Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él». Muchas veces, aquel discípulo amado se preguntaría: “¿Por qué a mí…? ¿Por qué me elegiste a mí de entre los discípulos de Juan en el Jordán? ¿Por qué te fijaste en mí entre las barcas y redes a orillas del Mar de Galilea? ¿Por qué me llamaste en el monte para completar el número de los Doce? ¿Por qué me entregaste a tu madre al pie de la Cruz? ¿Por qué corrí de los primeros al sepulcro vacío? ¿Por qué…?” Y en su oración, el apóstol y evangelista sólo encontraba una respuesta. La misma que tan bellamente nos legó el sacerdote y poeta Lope de Vega; la misma que puedes hallar tú:

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?

¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta, cubierto de rocío,

pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:

«Alma, asómate ahora a la ventana,

verás con cuánto amor llamar porfía»!

¡Y cuántas, hermosura soberana,

«Mañana le abriremos», respondía,

para lo mismo responder mañana!

«El que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios». Sólo el amor explica las obras de Dios. Por eso, sólo el amor es digno de Dios. Ya lo dice el refranero popular: “amor con amor se paga”. A tanto amor como nuestro Dios nos ha mostrado, no podemos responder de otra manera. Obrar «según Dios» es entonces obrar «según el amor», es decir, sencillamente por amor. Del Siglo de Oro español es también esta otra pieza –en este caso anónima– de desbordante piedad y dulzura:

No me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido,

ni me mueve el infierno tan temido

para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte

clavado en una cruz y escarnecido,

muéveme ver tu cuerpo tan herido,

muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,

que aunque no hubiera cielo, yo te amara,

y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,

pues aunque lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.