Hoy celebramos a san Marcos, evangelista. Según la tradición, compañero durante un tiempo de san Pedro (por eso la primera lectura de hoy), y primer obispo de Alejandría. La tradición dice mucho más: que el Cenáculo sería propiedad de su familia, y que él sería aquel joven que escapa del huerto de los Olivos porque los guardias solo consiguen coger sus ropas.

San Marcos no tuvo reparo en, después de acompañar a Pedro durante un tiempo, ir a «pregonar el Evangelio a todas partes», en concreto a Egipto, donde el Señor había estado de recién nacido. Vivía en la fe de aquello que escribió: «A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos». No sabemos con certeza cuáles y cuántos de estos signos hizo san Marcos, pero podemos estar seguros de que los hizo, como los haría san Pedro. Y hoy es un buen día para preguntarnos, todo esto, ¿pasó solo en la Iglesia primitiva? ¿Era una promesa solo para la primera generación? ¿No es una promesa para todas las generaciones? Y entonces, hoy, ¿suceden las mismas cosas?

Estamos llamados a tener la misma fe, la fe de los apóstoles y los primeros discípulos. «Si tuvierais fe como un granito de mostaza…» Sé que el Señor sigue haciendo estos signos, pero creo que podría hacer muchos más, si creyéramos más. Una vez conocí a una Hermana de la Caridad de Santa Ana que, cuando era una joven monja, misionera en la selva, le mordió una serpiente y en la candidez de su fe le dijo: «Pues lo siento, serpientita, que el Señor dijo que tu veneno no nos podrá hacer daño». Y cuando volvió al pueblo, los indígenas vieron la herida de la mordedura, y le dijeron que tendría que estar muerta. Por eso, «Señor, auméntanos la fe».