Cada vez, con los años, me impresiona más el sermón de la montaña. Percibo cada vez más su novedad, en la continuidad, eso sí, con la Ley. Veo cada vez más a Jesús como ese Nuevo Moisés: «Habéis oído que se os dijo… pero yo os digo». Y qué fuerza tendrían para el auditorio las palabras que recordamos hoy: «vosotros sois la luz del mundo… sois la sal de la tierra».

Sobre todo porque en ese auditorio habría pocos «expertos» en algo, doctores, gente importante… Los discípulos de Jesús, más allá de nuestra formación o de nuestra cuenta bancaria, somos todos luz del mundo y sal de la tierra. Como san Isidoro de Sevilla, a quien hoy celebramos, procedente de una familia todo de santos, pero en medio de un pueblo bárbaro como eran los visigodos. Dios le dio una gran sabiduría al dejarse hacer por Él. También a nosotros nos dará esta sabiduría para saber iluminar y dar sabor, si nos abrimos a su Espíritu.

Y eso no quiere decir que debamos hacer grandes cosas. Simplemente, dar testimonio en nuestra vida cotidiana. Si tenemos -somos- esa luz, quizá alguien se sorprenda al verla, y se pregunte qué le falta a él, y entonces podremos decirle: «Ven y verás».