Hoy celebramos a santa Catalina de Siena, patrona de Italia y gran santa para toda Europa, motivo por el cual san Juan Pablo II la hizo también copatrona de Europa. «Sangre y fuego», era su lema. He estado varias veces en su casa, y se respira esa humildad de la que nos habla el evangelio de hoy. Pero también esa sangre, que es la sangre de Jesús que nos limpia los pecados, pero también la sangre de la penitencia y de las lágrimas por los pecados de otros.

Ante las dificultades de la Iglesia de hoy nos podemos acordar de esta gran santa. Ella fue valiente para decir lo que sentía ante Dios que tenía que decir, pero también para suplir con la penitencia lo que faltaba. Y sobre todo, se sentía tan amada por Cristo, que participaba de su cruz. Es todo un modelo, un ejemplo. Quizá inimitable, pero una cosa que podemos hacer es, como ella, aunque sea Pascua, meditar asiduamente la Pasión de Cristo. Allí contemplaremos su amor, y entonces podremos donarnos completamente a la Iglesia, como Catalina.

Ante el debate sobre el papel de la mujer, contemplamos hoy una mujer que, desde esa humildad evangélica y ese yugo de Cristo, supo combinar una alta contemplación con viajar y trabajar por restablecer la unidad de la Iglesia, y para que el sucesor de Pedro, «dulce Cristo en la tierra» como le gustaba llamarlo, volviera a Roma. Desde el amor de Cristo y por Cristo, trabajemos también nosotros por la unidad.