No parecen unas medidas muy concretas. “Dentro de poco ya no me veréis” y “dentro de otro poco me volveréis a ver”. Es verdad que al día siguiente de pronunciar estas palabras dejaron de verlo. Ese primer “poco” se tradujo en “menos de un día”. El otro “poco” fue más largo, al tercer día.

En efecto, “el primer poco” lo vivieron como un abrir y cerrar de ojos y el segundo poco se hizo interminable. Y es que cuando vivimos las últimas horas junto a la persona que amamos, la sensación es que el tiempo se nos escapa como el agua entre las manos. Pero cuando lo que sucede es que esperamos a la persona que amamos, el tiempo parece detenerse, se nos hace infinito. Así pues, las horas del reloj se viven de una manera muy diversa cuando la persona que amamos está a nuestro lado en comparación con la situación vivida cuando la persona que amamos ya no está con nosotros.

La ausencia provoca llanto y lamentación desconsolada. Pero el regreso provoca una alegría mayor que ninguna otra anterior. Jesus ya lo había dicho antes en otra ocasión, refiriéndose a sí mismo como el esposo. Explicó que no estaba bien que los amigos del novio hicieran luto y ayunasen, mientras el novio estuviera presente, que ya harían luto y ayunarían cuando se llevaran al novio.

Así sucedió, por ejemplo, en el caso de María Magdalena, que no encontraba ni paz ni consuelo, desde el momento en que la piedra del sepulcro sepultó toda su esperanza. Pero se confirmó lo que Jesús había anunciado, pues nadie entre sus discípulos pudo alegrarse más que María Magdalena, al contemplar y reconocer a Jesús resucitado. Él le había preguntado, “mujer, ¿por qué lloras? y ella había respondido, porque se han llevado a mi Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Esta es la única razón de nuestra tristeza; sentir que Dios no está a nuestro lado, pensar que alguien se lo ha llevado y no saber dónde está. Pero en esa situación nos consuela saber que esa experiencia tan dolorosa siempre va seguida de la experiencia gozosa del reencuentro. Que nuestra tristeza se convertirá en alegría.

En el tiempo de Pascua experimentamos exactamente este mismo proceso. Ahí donde nosotros habíamos experimentado el pecado, ahí mismo ahora experimentamos sobreabundante la gracia. En el lugar donde habíamos tenido experiencia de muerte, ahí mismo ahora tenemos experiencia de resurrección. Allí donde pensábamos que estábamos solos y abandonados, ahí mismo Cristo sale a nuestro encuentro vivo y vivificante, para colmar nuestra esperanza en plenitud y para colmar nuestro corazón de alegría verdadera.

No es solamente cuestión de que “el que ríe el último, ríe mejor”, como dice el refrán popular, sino que “el mundo” y “los que son del mundo” ahora ríen, mientras nosotros tantas veces nos lamentamos, hambrientos y sedientos de justicia como estamos. Muchas veces los que obran el mal nos hacen padecer mientras aparecen ante nuestros ojos como alegres y felices. Jesús decía de ellos: “ay de vosotros, los que ahora reís, porque lloraréis”, pero “dichosos los que ahora lloráis porque seréis consolados”. No nos importa que el mundo se ría de nosotros o que nos consideren el hazmerreír de los demás. Que no nos importe llorar como consecuencia de la injusticia de este mundo, que nos pongan el cartel con la etiqueta de “perdedores”, lo único que nos debe importar es ser fieles a Cristo hasta el final.

Pues los que compartimos con él una pasión y una muerte como las suyas esperamos también compartir con él una resurrección y una gloria como las suyas. Dios, que es justo y escucha el clamor de los inocentes, hará justicia y llamará a su lado a aquellos que se han mantenido fieles a su amor. “Dichoso el criado, dice Jesús, a quien el Señor encuentre así cuando él vuelva. Será dichoso, feliz, bienaventurado, en definitiva: santo.