El reino de Dios, vivir con Cristo y como Cristo, es como encontrar un tesoro escondido; merece la pena venderlo todo y comprar así el terreno donde uno lo ha hallado. Los que no han descubierto el tesoro no pueden entender nada y probablemente piensen que es una locura hacer ese gasto tan desproporcionado, ¡menuda inversión! Pero para el que sabe el valor del tesoro que está ahí escondido, la operación no puede ser más rentable. Es lo que ocurre con Jesús. Esta condición paradójica del Señor me recuerda unas palabras de Blas Pascal, de quien estamos celebrando el cuarto centenario de su nacimiento en 1623.

¿Qué hombre ha habido tan brillante como él? El pueblo judío entero lo predijo antes de su venida. El pueblo gentil lo adora después de su venida. Los dos pueblos, judío y gentil, lo miran como a su centro. Y con todo… ¿Qué hombre gozó menos de su brillantez? De treinta y tres años, vivió treinta sin aparecer. Durante tres años pasa por un impostor. Los sacerdotes y los príncipes lo rechazan. Sus amigos y allegados lo desprecian. En fin, muere traicionado por uno de los suyos, renegado por otro, y abandonado por todos. ¿Qué parte, pues, tiene en este brillar? Jamás ha habido hombre tan brillante como él; jamás ha habido hombre con tanta ignominia. Todo este brillo no ha servido sino para nosotros, para hacérnoslo reconocible. Él no ha tenido nada para él.

También la imagen de la perla de más valor es muy elocuente. Es el objeto que busca el coleccionista durante toda su vida, es la meta por la que ha luchado siempre. Lo que da sentido a todos sus esfuerzos. Hasta el punto que uno no siente que pierde nada cuando lo vende todo para adquirirla. Así es conocer a Dios. Es lo que uno desearía que le hubiese sucedido cuanto antes mejor en su vida. Y lo que agradece haber conocido aunque sea en el último momento de su vida. Como se puede leer en una oración encontrada sobre el cadáver de un soldado norteamericano, muerto en la segunda guerra mundial.

¡Escúchame, Dios mío!

Jamás te había hablado;

y, sin embargo, ahora te quiero decir:

¿Qué tal?

Escúchame, Dios mío,

me dijeron que no existías,

y, tonto de mí, yo les creía.

El otro día, desde el fondo de un hoyo de obús,

vi tu cielo…

Y, de repente, me di cuenta

de que me habían hecho creer una mentira.

Si yo me hubiera detenido a fijarme

en las cosas que tú has hecho,

me hubiese dado cuenta de que esa gente

se negaba a llamar al pan pan y al vino vino.

Me pregunto, Dios, si tú te dignarías

estrecharme la mano,

y, sin embargo, sé que me vas a comprender….

Extraño que haya necesitado venir

a este infernal lugar

antes de poder ver tu rostro.

Te amo terriblemente, y quiero que lo sepas.

Va a empezar un horrible combate.

Quién sabe, pero es posible que llegue a ti esta misma tarde.

No hemos sido amigos hasta ahora

y me pregunto,

Dios mío, si me esperarás en la puerta

¡Mira, estoy llorando!

¡Yo, llorar!

Ah, si te hubiese conocido antes…

Ahora, he de partir.

Es gracioso, desde que te he encontrado,

Ya no tengo miedo de morir.

¡Hasta la vista!