Hacemos mal en pensar que la vida de Jesús era una vida programada por los profetas. Es decir, como si ellos hubieran construido toda la historia de la salvación, cuando en realidad sólo fueron una cuadrilla de inspirados que vieron lo que vendría, nada más. Pongámonos en situación. Cuando el Señor llamó a sus discípulos, no fue en busca de los que ya sabía que iba a elegir, como hace la madre desesperada cuando pierde a su hijo en la playa, “¿dónde estás Joaquin?, ¿dónde estás?, ¡ah, por fin, ya te veo!, ¿pero, por Dios, qué haces hablando con esta pobre familia?”. El Señor no iba buscando al Pedro que ya conocía. Cuando dio con él no dijo, “hombre, por fin te encuentro, te imaginaba un poco más gordo, la verdad. Espérate aquí, que ahora tengo que ir a por los demás de la lista, a ver… Mateo… segunda calle a la derecha…” En absoluto, los evangelistas precisan muy bien: “llamó a los que quiso”. A Pedro se lo encontró pescando en Tiberíades, tropezó con el, diríamos, y comenzó desde el principio todo lo que ya sabemos.
Esto lo digo porque la relación Pedro-Jesús fue absolutamente verdadera, como nos pasa a cualquiera de nosotros cuando entramos en comunión estrecha con alguien que nos importa. La cosa debió comenzar con pequeños descubrimientos que se fueron acumulando hasta configurar el vínculo. El Señor poco a poco fue conociendo el corazón de Pedro. Con él hizo su primer gran descubrimiento como Dios encarnado: que el corazón humano es duro como el granito, desconfiado como un pájaro de ciudad, que no hay quien pueda con él si no se tiene mucho amor y una paciencia divina.

El Señor no caminó sobre las aguas para asustar a los suyos o para que se postraran a rendirle pleitesía. Lo hizo para que Pedro se arriesgara a salir de sí mismo de una vez, que dejara libre su corazón. “Ven”, le dijo, como si fuera una propuesta ordinaria, el Señor nunca ponía énfasis en sus milagros. Y Pedro empezó a caminar sobre la superficie del mar de Tiberiades. Para los que no conozcan Tiberíades, sus aguas no tienen ninguna cualidad especial, bueno, tiene esa misma expresión de fiereza que llevan consigo todas las aguas susceptibles de un ventarrón que las encrespe. A veces en Tiberíades se levantan unas olas muy llamativas, tanto es así que hay un par de orillas en las que se puede ver a surfistas cogiendo olas. ¿Qué le falló a Pedro? Apartar los ojos de Jesús y volver a encerrarse en sí mismo, en su medida del tiempo y del espacio habitual. Cuando el ser humano dice “no puede ser”, se convierte a sí mismo en un incapaz, y Dios no puede sino llenarse de perplejidad.

Pedro, con el tiempo, no se fue haciendo una persona más bondadosa, ni el Señor enterró definitivamente su debilidad y su arrogancia. Todo eso estaba siempre con él, como van de la mano el trigo y la cizaña. Pero, con el tiempo, Pedro descubriría que ya no podía prescindir de la presencia de su Maestro a pesar de todos sus escollos interiores. Había forjado una amistad que ni la muerte interrumpiría.