Toda la vida explicando a los niños que hay que se buenos porque Jesús quiere que lo seamos… ¡pero el Señor no dice ni una sola vez en el evangelio que tengamos que ser buenos…! De hecho, hay una bondad natural en el corazón humano que tiene su origen en nuestra condición de criaturas, algo que está metido en el corazón de la humanidad antes de que Jesús viniera. Esa ley natural está inscrita en todos los corazones y es el fundamento de la conciencia moral, aquello que nos ayuda a discernir desde la tierna infancia qué está bien y qué está mal. La universal experiencia del bien y del mal atraviesa todas las culturas, credos y religiones desde los comienzos de la humanidad. En Europa, la reflexión acerca de estos principios éticos fundamentales da un salto de gigante con los grandes filósofos griegos Sócrates, Platón y Aristóteles.

Para ser buenos, no necesitábamos a Jesucristo. Me refiero a que el esfuerzo que pone Dios al entrar en la historia de la humanidad encarnándose, predicando, pasando hambre y sed, experimentando el cansancio, sufriendo y muriendo… toda ese esfuerzo por parte del Mesías no es para llamar a la puerta de nuestras conciencias y que «seamos buenos». Desde siempre ha habido personas buenas, de igual modo que nunca han faltado los malvados.

La persona que se acerca hoy en el evangelio a preguntar sobre la vida eterna, se lleva una primera respuesta por parte de Jesús. Es una respuesta teórica, accesible a todo buen judío: el cumplimiento de la ley moral revelada en la Torá. Pero esa ley, siendo parte de la Revelación, se expresa en términos que tienden a lo legal, iluminando lo bueno y lo malo. El peligro es reducir la relación con Dios a mero cumplimento de unos mandatos. Algo así como los compromisos que uno adquiere cuando se hace socio de un equipo de fútbol (el Real Madrid, por ejemplo). De hecho, esta persona es un perfecto «socio» de la religión porque cumple todo a rajatabla. Demos veracidad a su testimonio. Y aún así, su corazón está insatisfecho. Los Santos Padres aluden a cómo la ley mosaica cumplía la función de pedagogo, un instrumento que nos ayudará, como los ruedines al niño que aprende bicicleta, a comprender mejor los bienes superiores y definitivos que traerá el Mesías, el Cristo.

Este buen señor ha hecho lo que está en su mano, lo que nace de su voluntad, determinado por su propio esfuerzo. Se ve que tiene un buen corazón. Pero no le basta. ¡He aquí la clave: no le basta porque el deseo del bien para un corazón recto, esconde el deseo de Bien por antonomasia, que es Jesucristo! Y aquí viene la auténtica revelación del evangelio de hoy, que nos manifiesta la razón más íntima de porqué el Hijo de Dios eterno ha tenido que encarnarse: viene a traernos la vida eterna, que es la misma vida de Dios. Esa vida es perfecta y lo dice a las claras: la vocación cristiana tiende al 10 cuando tomamos en serio la llamada a vivir vida divina.

Cristo desea para nosotros la perfección. «Su» perfección, que es la perfección del Padre. Comparte con nosotros la vida divina de la que Él es presencia real en medio del mundo. Las promesas bautismales nos introducen en la nueva vida en Cristo, una vida que ya es eterna aquí en la tierra en la medida que disfrutemos de ese toque divino que cada día nos visita con la cantidad de gracias que recibimos. Deseemos la perfección no de las obras de nuestra voluntad, sino la perfección que nos es dada en la gracia: la comunión de vida con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.