Esta es, a mi juicio, una de las escenas más preciosas del Evangelio. Siempre me llamó la atención la majestad que desprende la figura de Jesús en este episodio. Él es el verdadero juez y nadie puede juzgarle. Él es la ley definitiva y ante él cualquiera otra ley queda abolida. Él es el hombre en sentido pleno. Él es el esposo verdadero.

Cuando trajeron a aquella mujer, sorprendida en flagrante adulterio ante Jesús, no tuvieron ningún cuidado, ni el más mínimo respeto por su persona e intimidad. Probablemente la trajeran a empujones o arrastrada, semi vestida, si no desnuda del todo. Su sequito particular, parecía más bien una jauría de perros rabiosos, de los que solo quieren asustar y atacar a su víctima. Con os ojos inyectados en sangre y las manos cargadas de piedras, todo estaba dispuesto para la ejecución. Unos días después, Jesus pasará por la misma agonía que esta mujer. También él estará en el corredor de la muerte. También él estará en la víspera de su ejecución y sentirá el abandono de todos y la angustia de su soledad e indefensión. No debemos quitarle ni un ápice de crueldad a la escena. Todos hemos tenido que apartar los ojos de la pantalla, cuando nos han advertido en un noticiario de que las imágenes que íbamos a ver podían herir nuestras sensibilidad, y estas eran las imágenes de una lapidación de una mujer acusada, y condenada por unos hombres fanáticamente envenenados, en más de una ocasión, por motivos religiosos. Jesús comprendía la agonía de aquella mujer y quería tratarla con todo el respeto y el decoro, aunque ella quizá en otras ocasiones no lo hubiera buscado. Probablemente, aquella mujer no tenía demasiado problema, si es que ese era su negocio, con el respeto y el decoro propio. Quizá incluso, insisto si es que ese fuera su particular modo de ganarse el pan, habría escuchado al Galileo predicar en Jerusalén, y no tanto por escucharlo, sino por el fenómeno de seguidores que suscitaba .Probablemente esta mujer se habría reído de Jesús oyéndole hablar de Dios, de su justicia, de su misericordia… Pero ahora ella estará ahí frente a sus acusadores sola. O eso pensaba, porque la realidad es que Jesús había esperado mucho tiempo ese momento para manifestarle todo el amor de su corazón.

Para ni tan siquiera violentarla con su mirada, Jesús se inclinaba sobre el suelo y escribía con el dedo. Solo cuando le inquirieron a responder, tuvo que incorporarse para dar la sentencia justa. Ninguna de las opciones que le habían ofrecido valían para el caso. Era una falsa disyuntiva. «El que esté libre de culpa que tiene la primera piedra». Y se volvió a inclinar hacia el suelo. Quedó así de manifiesto la maldad del corazón humano, aparentemente necesitado de la sangre de un chivo expiatorio para borrar los propios pecados. Pero no iba a ser la sangre de esa mujer la que limpiaría el pecado de los hombres, sino la de propio Cristo.

Siempre me  he preguntado dónde estaba el hombre a quien sorprendieron en flagrante adulterio con ella. Nunca se dice nada de él. Pareciera que el pecado fuera solo de la mujer, de Eva. ¿Dónde está el hombre? ¿Dónde está Adán? ¿ Dónde está el hombre que ama esa mujer? ¿Dónde está su verdadero esposo? Era Jesús, el verdadero hombre, el verdadero Adán, el verdadero amor y el verdadero esposo. Aquel que es capaz de ponerse en el lugar de la esposa y compartir con ella su dolor y su destino hasta la muerte, incluida la muerte. Aquel que incluso siendo inocente, acepta y abraza a su esposa culpable para protegerla y salvarla de la muerte. Verdaderamente «ecce homo», como dijo Pilato sin  saber lo que decía. Esto es un hombre, lo otro es un macho en el mejor de los casos.

Cuando todo se fueron frustrados enfadados, dejando caer sus piedras en el suelo polvoriento, cuando ya no quedaba nadie más que la pecadora y Jesús, «misera et misericordia, dice san Agustín, entonces Jesús le pregunto por sus acusadores si es que acaso nadie la condenaba, a lo que ella respondió que «nadie, Señor». Jesús añadió «yo tampoco te condeno».

Esto es la misericordia en vivo y en directo. Para la mujer aquel día fue, sin duda, el peor de su vida. Muchas veces hemos oído las historias de personas que han quedado trastornadas después de haber sido liberadas de una muerte anunciada, un auténtico trauma casi imposible de superar. Esta pudo ser una de ellas. Cómo olvidar la angustia y el miedo de ese día. Pero, por otro lado, aquel día fue sin embargo el mejor día de su vida. Por fin puedo salir de esa vida que no era vida, de esa esclavitud y ese pecado, por fin era libre y recibía una vida nueva. No sólo no la condenó el mismísimo Dios sino que incluso tampoco lo hicieron los hombres. Cómo olvidar el alivio y la paz que trajo consigo ese perdón.

Esta es la verdad que querría compartir para terminar este comentario: entre el peor día de tu vida y el mejor día de tu vida solo puede estar Jesús y su misericordia. Él quiere salvarte aunque a veces tú ni siquiera lo busques. Cualquier pecado será la ocasión propicia para su perdón. Nos salvará aunque sea «por la campana».