Estamos al final de nuestro camino hacia la Pascua que es el misterio central de nuestra fe. Subimos a Jerusalén para revivir y celebrar la pasión, muerte y resurrección del Señor, el acontecimiento que cambió el signo de la historia porque desde entonces es historia de salvación en sentido pleno. Pero si la pascua de Jesús, que es su paso de este mundo a la casa del Padre, tiene valor salvífico y redentor para nosotros es precisamente porque Jesús además de ser verdadero Dios, es verdadero hombre y, como tal, como todo hombre, ha querido tener raíces, un pueblo, una tradición, una historia… en definitiva, una familia. Es esto lo que nos narra a modo de profecía la primera lectura de hoy en la que hemos escuchado lo que hace Dios cuando el rey David se propone construir un templo al Señor. Dios le promete un descendiente que consolidará su reino para siempre. “El señor Dios le dará el trono de David, su padre”. Ciertamente en esta historia, José es el eslabón que introduce a Jesús no como un extraño, como un meteorito o un cuerpo sideral, sino al contrario:  Pasando por uno de tantos, como un hombre cualquiera. Este es el gran servicio que San José presta al designio de Dios: ser el padre del Redentor. ¡Cómo resuena hoy por grande, y por bella la palabra padre! ¡Qué evocador y qué profundo el significado de esa palabra en los labios de Jesús! ¡Abba! (papá). O, dicho de otra manera, mirándolo desde otro punto de vista: ¡qué responsabilidad, qué peso tan grande, qué asunto tan grave, que tu hijo Jesús te llame igual a ti que a Dios; que use la misma palabra: “papá”.

Hoy en casi todas las familias se celebra con mayor o menor entusiasmo “el día del padre”. Pues bien, en este momento de la historia, no está en absoluto nada de más, realzar la importancia del “san José nuestro de cada casa”. Quizás sea este un buen momento para reflexionar sobre la preciosa misión del padre en la familia creyente, en la familia cristiana. El Papa Francisco en su carta apostólica «Patris corde» nos decía:

Nadie nace padre, sino que se hace. Y no se hace sólo por traer un hijo al mundo, sino por hacerse cargo de él responsablemente. Todas las veces que alguien asume la responsabilidad de la vida de otro, en cierto sentido ejercita la paternidad respecto a él. En la sociedad de nuestro tiempo, los niños a menudo parecen no tener padre. También la Iglesia de hoy en día necesita padres. La amonestación dirigida por san Pablo a los Corintios es siempre oportuna: «Podrán tener diez mil instructores, pero padres no tienen muchos» (1 Co 4,15); y cada sacerdote u obispo debería poder decir como el Apóstol: «Fui yo quien los engendré para Cristo al anunciarles el Evangelio» (ibíd.). Y a los Gálatas les dice: «Hijos míos, por quienes de nuevo sufro dolores de parto hasta que Cristo sea formado en ustedes» (4,19). Ser padre significa introducir al niño en la experiencia de la vida, en la realidad. No para retenerlo, no para encarcelarlo, no para poseerlo, sino para hacerlo capaz de elegir, de ser libre, de salir. Quizás por esta razón la tradición también le ha puesto a José, junto al apelativo de padre, el de “castísimo”. No es una indicación meramente afectiva, sino la síntesis de una actitud que expresa lo contrario a poseer. La castidad está en ser libres del afán de poseer en todos los ámbitos de la vida. Sólo cuando un amor es casto es un verdadero amor. El amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz. Dios mismo amó al hombre con amor casto, dejándolo libre incluso para equivocarse y ponerse en contra suya. La lógica del amor es siempre una lógica de libertad, y José fue capaz de amar de una manera extraordinariamente libre. Nunca se puso en el centro. Supo cómo descentrarse, para poner a María y a Jesús en el centro de su vida.

Recordemos su historia. José es el hombre de fe, el hombre creyente. Lejos de visiones excesivamente edulcoradas de la figura del santo patriarca, en los evangelios apenas se nos dice nada de su persona y no nos transmiten ni una sola de sus palabras. Hoy hemos escuchado cómo José padece en sus carnes el desconcierto, la duda, la humillación y la frustración de todos sus proyectos y sus ilusiones se desvanecen; pero como era hombre justo, bueno, recto… tomó la decisión más generosa para proteger a María, repudiarla en secreto, decisión prudente pero absolutamente devastadora para sí mismo. Si Dios no lo llega a remediar, José habría renunciado a lo que más quería: a María. Se quedó literalmente hecho polvo. Pero en esta situación de oscuridad y de profundísimo desgarro, Dios le habla, le da una orden: “no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer”, le vuelve a complicar la vida. “porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” y, por último, cuando ya había tirado la toalla le devuelve de nuevo al combate: “tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”. Y ante esta situación, en esa tesitura, ¿qué hace José? Primero: no dice absolutamente nada, o sea, acoge en silencio la palabra es la palabra de Dios y actúa como Abraham, nuestro padre en la fe: Abraham se puso en camino como le había dicho el señor; y José hizo lo que le había mandado el ángel del señor. Se convierte así también para nosotros en modelo de fe, un verdadero patriarca en la misma línea de los grandes del antiguo testamento como María, su esposa, nuestra madre en el orden de la fe.

Por eso, ¡qué importante que haya padres santos para que pueda haber hijos santos! Santo es José, porque “apoyado en la esperanza creyó, contra toda esperanza, por lo cual le fue computado como justicia”. También lo es porque se fio de un Dios, de quien sabemos que es un Padre (con mayúscula) que nos quiere incondicional y gratuitamente. Es santo, por último, porque vive de la fe, intentando siempre “hacer lo que le había mandado el ángel del Señor”. Repito: ¡qué importante que haya padres santos para que pueda haber hijos santos! José ejerció como padre humano de Jesús aportando a su crecimiento corporal y espiritual lo propio de un buen padre. Precisamente eso formaba parte de su servicio al Hijo de Dios hecho hombre. Le enseñaría a leer, a jugar, a bendecir el pan de la comida, a rezar, a trabajar, a ser caritativo con los pobres… en definitiva a ser feliz y edificar su casa sobre roca. San José se convirtió desde entonces en el modelo de los padres.

Pidamos al Señor por los “Sanjosé nuestros de cada casa”, para que nos los de hoy. Y así nuestros niños puedan crecer con la mirada puesta en lo alto donde está Dios Padre, su Padre del cielo.