En un mundo dividido y enfrentado en tantos lugares donde se libran combates y arrecian la guerras, el hombre como en todos los tiempos, sigue sintiendo latir en su corazón una profunda nostalgia de unidad.

Junto a la belleza, a la verdad y a la bondad del ser, los filósofos clásicos colocaban la unidad como su último atributo. La unidad nos habla de origen o de fin único para lo que es ahora diverso y distinto. En la filosofía y el la tradición bíblica la división y la incomprensión de unos hombres y otros es un efecto del mal o del pecado, según casos, que enfrentan y enemistan a los que están llamados a volver a llegar a estar unidos.

Hay evidencias de la vida como la alegría y la paz que reina en los hijos cuando son aún niños y pueden gozar de la unión de sus padres o la belleza que resplandece en un cuadro pintado con brochazos de distintos trazos y colores cuando se percibe la armonía de la composición.

El corazón del hombre que está hecho a imagen y semejanza del corazón de Dios – Amor también anhela esa comunión y unidad entre los que son distintos.

Para eso anunció Dios por medio del profeta la alianza nueva, alianza de paz, alianza eterna. Y por eso prometió la aspersión de una agua que habría de purificar a los suyos de toda inmundicia e idolatría, que les daría un corazón nuevo y un espíritu nuevo.

Esta es la misión de Jesús, el Hijo de Dios, recoger a los hijos de Dios dispersos para hacer de ellos una sola nación bajo el mando de un único rey. Establecer esta nueva alianza, no en la sangre del cordero pascual sino en virtud de la sangre de Cristo , el cordero santo e inmaculado que ha querido ofrecerse de una vez para siempre en el ara de la Cruz, e incruentamente en el ara del altar de la eucaristía. “Es la sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados”.

Cristo, el buen pastor que da la vida por las ovejas ha venido a reunir a su rebaño, para reunir a los hijos de Dios dispersos. Y lo ha hecho por medio de su sangre derramada por todos los hombres.

De hecho, fue Caifás, el sumo sacerdote de ese año, quien anunció que Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos.

Lo que el pecado realizó en Babel cuando consiguió que los hombres no se entendieran y por tanto fueran incapaces de ponerse de acuerdo; esa confusión que generó con las distintas lenguas con las que se expresaban y eran incapaces de entenderse, es justamente lo contrario de lo que hizo el Espíritu Santo en Jerusalén en la fiesta de pentecostés, cuando los apóstoles quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a profetizar y predicar pero cada uno los escuchaba en su propio idioma. El Espíritu es el constructor de la unidad.

Gracias, Jesús, por venir a nosotros para hacer un único rebaño y ser nuestro único pastor.