Hoy todos los sagrarios del mundo están vacíos porque Dios ha muerto, hoy no hay misas ni se pueden dar comuniones, ni siquiera a los enfermos. Hoy Dios no está entre los vivos. El sagrario, el lugar santo que guarda el misterio de Dios, ahora no es más que el lugar de los sueños, una puertecita abierta para que la gente vea que dentro no hay nada. ¿Por qué no se salvó a sí mismo de la cruz aquel que había salvado a otros? Ahí empezó a gestarse la primera gran sospecha. Si no lo hizo fue porque no pudo, porque no era Dios, sólo hacía una suerte de magia para ayudar a las gentes, como los echadores de cartas que quieren hacer el bien diciendo a sus clientes que su futuro será prometedor. Pero Jesús era uno de los nuestros, nació para tener que morirse.

La gente empezó a sospechar de aquel infeliz que en tres días había prometido reconstruir el templo de Jerusalén, y comenzaron a dispersarse ya en el mismo Gólgota. Los suyos fueron quienes lo enterraron, lo vieron muerto, lo vieron cadáver, porque a los muertos ya no se los llama por su nombre, se les dice cadáver. Y así finalizó el último capítulo de la vida de aquel hombre que se decía Dios. Los apóstoles se escondieron juntos por miedo a las represalias. Las mujeres que lo habían seguido muy de cerca, no se lo terminaban de creer, la pobre Magdalena que se había dado cuenta de que ya no podía vivir sin estar pegada a Él, lamentó el día en que se lo cruzó, porque esperaba de Él el amor desmedido que demanda el alma. Pero no había otra cosa que hacer mas que arriar la bandera, se acabó, Jesús había sido un gran profeta. Aquella noche, en todas las tertulias de la cena de Pascua, no se hablaba de otra cosa, porque muchos estuvieron a punto de irse detrás de Él, pero no se atrevieron. Las esperanzas que había levantado eran finalmente vanas.

Hoy merece la pena pararse a pensar en las consecuencias de una vida en la que Dios no se hubiera hecho carne, que es como decir que no existe, porque ¿qué me importa que exista si no le intereso, y vive feliz en las alturas? Lo malo es que en las parroquias, como parece que ya se acabaron los días del meollo espiritual, no hay nada que hacer hasta la celebración de la Vigilia de Pascua. Y en ese largo entretiempo los sacerdotes se comen unas chuletas con sus feligreses y sanseacabó. Pero hoy deberíamos afrontar seriamente el reto de la ausencia de Dios en un rato largo de oración. ¿Cambiaría mi vida si Dios no estuviera conmigo, o seguiría todo como hasta ahora?

Hoy tiene razón toda la literatura del ateísmo. Dios no es más que el sueño del hombre que pretendía proyectar en un ser celeste todas sus propiedades y la locura de una vida verdadera. Tenemos que contentarnos con la muerte que nos come a diario, con la desazón de una vida que no termina de hacérsenos accesible. Vale, beberemos vino y lo pasaremos bien, pero al final todo se queda en resaca y recuerdo.
Sólo si estas dispuesto a apurar hasta la última gota de la amargura de una vida sin destino, podrás comprender la alegría de los testigos del resucitado. Pero para eso tienes que esperar…