“Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados”. Parece que Cristo tuviera prisa por hacer llegar a los hombres los frutos de la redención. Y por hacerlos llegar según el plan de Dios: por el envío del Espíritu Santo. El primer fruto de la cruz es el don del Espíritu Santo. Espíritu “que nos ha hecho renacer de nuevo”, que nos trae la vida de Cristo glorificado. Que derrama sobre los hombres la Misericordia del Padre. Cristo no espera a Pentecostés para que los Apóstoles – la Iglesia – reciban de Él semejante poder ¡Perdonar los pecados! ¡Hacerlos desaparecer!

¿Tiene Dios Padre necesidad de la Cruz para perdonar los pecados? ¡Ninguna! ¿Tiene necesidad de enviar el Espíritu Santo para perdonar los pecados? ¡Ninguna! Sin embargo, ha querido elegir un camino, que Cristo sigue en cumplimiento fiel a la voluntad del Padre. ¿Podemos, entonces, nosotros prudentemente buscar otro camino para el perdón de los pecados que el querido por Dios? Recibir los frutos de la resurrección de Cristo es recibir el perdón de los pecados; por el medio que Dios mismo a dispuesto: por el ministerio de su Iglesia en el sacramento de la reconciliación.

La gracia recibida en el sacramento de la reconciliación nos reviste de la vida de Cristo, nos hace “nacer de nuevo”, porque el perdón no es simplemente no tener en cuenta los pecados. Es hacerlos desaparecer. No es que Dios «cierre los ojos», se haga el «despistado», o cubra con un manto nuestros pecados para no verlos. El perdón de Dios consiste en que lo «que es», no sea. El pecado es un acto libre de una persona, que actúa contra la ley de Dios o de la Iglesia, existe, es real, pero el perdón de Dios hace que deje de ser. Sólo existirá en nuestra memoria o en los hábitos que haya generado en cada uno.

Dios ha puesto al mal un límite, a la fuerza del oleaje (cf. Job 38, 11-12) esa compuerta, la cerramos con el sacramento de la confesión. En la confesión sucede algo. No es un rito que haya que cumplir. Hay permanentes vías de entrada de ese mal, por eso necesitamos cerrar una y otra vez. La gracia particular de cada sacramento, en la confesión: luchar mejor contra nuestros pecados, no desfallecer. En este sentido el Papa Francisco nos recordaba que “el confesionario no debe ser una «tintorería». Era un ejemplo, una imagen para dar a entender la hipocresía de cuantos creen que el pecado es una mancha, tan sólo una mancha, que basta ir a la tintorería para que la laven en seco y todo vuelva a ser como antes. Como cuando se lleva una chaqueta o un traje para que le saquen las manchas: se mete en la lavadora y ya está. Pero el pecado es más que una mancha. El pecado es una herida, hay que curarla, medicarla. Por eso usé esa expresión: intentaba evidenciar que ir a confesarse no es como llevar el traje a la tintorería” (Papa Francisco, “El nombre de Dios es Misericordia»)

Una madre no se conforma con no ver los defectos de su hijo, querría – y lo haría si pudiera – transformarle, sanarle. Si tuviera cualquier adicción o vicio, no se conformaría con cerrar los ojos ante la “enfermedad” de su hijo, querría que lo superara, que sanara. La misericordia y el poder de Dios sí pueden curar. En la confesión, no se limita a cerrar los ojos, su gracia nos cura. La gracia renueva al hombre desde dentro, y le convierte de pecador y rebelde en siervo bueno y fiel (cf. Mt 25, 21).

Cuántas veces no habremos dicho: si volviera a empezar de nuevo. Si pudiera hacer que todo empezara ahora ¡Pues podemos en Cristo! Por la fe en Cristo muerto y resucitado porque “todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de nuevo”, porque Cristo no ha venido a anunciar el Reino de Dios, sino a traerlo, hacerlo realidad, no ha venido a anunciar el perdón sino a realizarlo, no ha venido a anunciar la Misericordia de Dios, sino a realizarla. No tenemos que esperar a que Dios tenga misericordia con nosotros. Su misericordia se nos ha dado toda en Cristo y nos la entrega en el Espíritu Santo. Podemos vivir una vida nueva y empezar cada día, muchas veces cada día porque quien está “sentado en el trono dijo: —Mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). El envío del Espíritu Santo no hizo a los Apóstoles impecables, de hecho, después de Pentecostés siguen teniendo debilidades, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos describe unas cuantas, pero sí les renueva constantemente. De temerosos les hace audaces y valientes, capaces de “dar testimonio con mucho valor”.

Que María, Refugio de los pecadores, nos facilite dejarnos alcanzar por la Misericordia de Dios que se nos regala en su Hijo.