(Anotación importante: el 25 de marzo coincidió este año con el Lunes santo. La semana santa y la octava de pascua son los días más sagrados del año litúrgico. Ninguna otra celebración los puede superar y cambiar. Pero, al mismo tiempo, la Anunciación o la Encarnación es de tal relevancia que no puede dejar de celebrarse. Por esta razón, esa solemnidad debe trasladarse al primer día hábil para ello, que es justo hoy, lunes 8 de abril).

La basílica de la Anunciación es el templo más grande propiedad de la Custodia Franciscana de Tierra Santa. En aquel bendito lugar comenzó la correría humana del Unigénito de Dios. El templo está bellamente construido: en la planta baja se conserva el lugar que se considera la casa de la Virgen y, por lo tanto, el lugar en que aconteció la visita de Gabriel. En la planta primera está la gran basílica, pero con una gran abertura circular en el suelo, justo en el centro de la basílica, donde mirando hacia abajo se ve la casa de la Virgen.

La fiesta que hoy celebramos conlleva un doble ocultamiento. El primero y más impresionante consiste en que el Creador se convierte en diminuta criatura. Es como si el sol se convirtiera en una pequeña bombilla. Aquél que es eterno e inmenso asume una diminuta naturaleza creada. El salto del infinito más absoluto al finito más pequeño e indefenso en el seno de María, el tamaño de un óvulo.

El segundo ocultamiento es el hecho mismo de la concepción. La Virgen María dijo que sí al anuncio del ángel: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Entonces, por obra y gracia del Espíritu Santo, el Verbo de Dios se hizo carne en las entrañas de la humilde nazarena. Así estableció su morada en la tierra: en un óvulo fecundado en el seno de María.

Es un momento invisible al ojo humano, muy oculto. Incluso para la mujer que concibe, ese momento exacto en que aparece una nueva persona en su seno resulta desconocido. En María se produjo en el instante mismo de su «sí» y, por lo tanto, es la única mujer que ha conocido el día y la hora de su embarazo. Pero el resto de mujeres no conocen el instante exacto de la concepción, aunque en realidad sí lo haya. Se manejan fechas aproximadas, pero en los días posteriores a la relación conyugal sólo a través de la tecnología actual se podría detectar el momento mismo de la fecundación.

Todos los seres humanos hemos tenido un comienzo así: venimos a la existencia en el momento de la concepción. El instante antes de esa concepción no somos nada; pero tras la concepción, ya lo somos todo. En Jesús el proceso tiene un movimiento inverso: el instante antes lo es Todo infinito; el instante después, disminuye infinitamente hasta el tamaño de un óvulo fecundado. No disminuye su naturaleza divina en nada, que es inmutable por sí misma, pero al asumir la naturaleza humana se hace verdaderamente una criatura humana, comenzando por el momento más humilde de todos: el momento invisible al mundo de la concepción.

La tecnología actual nos permite asomarnos cada vez con mayor precisión al misterioso don de la vida, de su comunicación y de su origen. Es maravilloso saber que el ADN, nuestro DNI biológico, lo más genuino que tiene cada una de las personas que habitamos este mundo, se da en ese momento oculto a nuestros ojos. ¡En la concepción ya lo somos todo! Tan sólo necesitamos tiempo para desarrollarlo. ¡Viva la vida! ¡Y viva la Vida, que se ha encarnado en María!

Litúrgicamente es mucho más relevante el momento del nacimiento que el de la concepción. Históricamente ha sido así por motivos obvios: ni la tecnología permitió asomarse a tan gran misterio, ni la cultura abandonó el sentido común de considerar la concepción como el don de una vida nueva. En los momentos actuales en que la vida humana es abiertamente despreciada en el momento de su concepción, yo sería partidario de celebrar la Encarnación de modo muchísimo más solemne que el del nacimiento. Al fin y al cabo, el 25 de diciembre Jesús ya lleva nueve meses encarnado.