Después de la multiplicación de los panes y los peces cerca de Tiberíades (pueblo que también da nombre al lago de Galilea), los discípulos cogieron la barca y atravesaron el lago hacia el pueblo de Pedro y Juan: Cafarnaún.

Jesús les da a los suyos un susto de esos que no se te olvidan en la vida. Lo de andar sobre las aguas no se ve todos los días. Sumado a la mar picada, -ya incómodo de por sí-, cualquiera de nosotros se habría puesto blanco del inesperado encuentro.

«Soy yo, no temáis». Al reconocer el tono de voz y su dulce contenido, pasaron de la taquicardia a quedarse boquiabiertos. Desde luego ese día fue intenso… muy intenso en emociones.

Todavía no ha comenzado el discurso del pan de vida (lo leeremos el lunes), pero creo que podemos sacar una enseñanza del episodio de hoy.

Nuestra vida está sometida a las tempestades que amenazan la paz de nuestro corazón. Pueden ser circunstancias externas, como problemas familiares, la incertidumbre económica, la victoria de ideologías o una guerra; o bien interna, por los miedos, incertidumbres o ausencias. Los casos se cuentan por miles, y hacen que nuestra vida sea vulnerable. A veces mucho. Y nos hundimos no pocas veces.

En esos momentos, el Señor sale a nuestro encuentro: viene andando sobre las aguas. Se trata de un milagro. Y ese milagro lo hace todos los días cuando se celebra el sacramento de la eucaristía: hace el milagro para estar con nosotros y hacernos llegar a puerto seguro.

Sin Cristo estamos perdidos. Por eso se queda en la eucaristía. Por eso, vivir intensamente el sacramento del pan de la vida es tan crucial para recibir los beneficios de estar con nuestro Señor. Por eso, la adoración eucarística es la oración más valiosa de todas.