En la Ley de Moisés estaba escrito: «amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Cualquiera que haya intentado cumplir este mandato se ha dado cuenta hasta qué punto

es difícil ponerlo por obra. Basta recordar cuántas veces decimos de los demás lo que

nos repugnaría escuchar acerca de nosotros mismos; cuántas veces prestamos a los otros

menos atención que la que exigimos que nos presten; cuántas veces tratamos a nuestros

hermanos de un modo que nos haría sublevarnos si se emplease con nosotros; cuántas

veces medimos con distinto rasero las necesidades propias y las ajenas… Podríamos

estar toda la vida luchando para cumplir este precepto, y quizá moriríamos sin haberlo

llevado a cabo.

Por eso, la proclamación del mandamiento nuevo debería ponernos en un atolladero,

de no ser porque el evangelio ha dejado de sorprendernos. «Como yo os he amado,

amaos también entre vosotros». Estas palabras desbordan el antiguo «como a ti mismo»,

y lo hacen saltar en pedazos. Porque Jesús me ha amado a mí hasta el punto de

despreciar su propia vida por mi salvación; me ha amado de una forma incondicional,

aún siendo yo pecador y -peor aún- mientras con mis culpas lo clavaba en una Cruz; me

ha amado hasta morir por mí. Si las palabras de este «mandato nuevo» tienen el mismo

carácter imperativo que las del antiguo «como a ti mismo», yo, que he sido incapaz de

cumplir siquiera el «mandato antiguo», debería retirarme desolado ante una carga que no

puedo soportar, y reconocer mi incapacidad absoluta para el Reino de los Cielos.

Pero supongamos que no es así. Supongamos que el «mandamiento nuevo» no es

una Ley al estilo de la antigua; que no se trata de una exigencia imperativa, sino de una

buena noticia. Supongamos que Jesús Resucitado se presenta hoy ante mí y me dice:

«Ya has visto hasta qué punto tu corazón es incapaz de amar; ya has descubierto las

limitaciones que el pecado ha dejado grabadas en tu alma, y que te impiden caminar

según mis preceptos. Hoy derramo sobre ti mi Espíritu, y te concedo amar con mi

propio Corazón, omnipotente y misericordioso. Y si tu corazón mezquino estaba

incapacitado para el verdadero amor, hoy te ofrezco el mío, para que desde Él entregues

tu vida por cada hermano de forma incondicional… ¿Aceptas mi regalo, recibes mi

Espíritu? ¿Quieres vivir en gracia de Dios para que sea Yo quien ame desde ti?».

Supongamos que hoy no se nos impone una carga, sino que se nos ofrece un Don.

Escucha, con oídos nuevos, el mandamiento nuevo: «Como yo os he amado, amaos

también entre vosotros»… ¿Aceptas el regalo? ¿Quieres recibir el Don que haga posible

en ti el milagro? Pues ya sabes: ¡A rezar! ¡A frecuentar los sacramentos, que son las

fuentes de la gracia!… 

¡Y a amar, de un modo nuevo, que es de la Santísima Virgen, a

todos sin excepción! Te llenarás de paz. Y la caridad no será, para ti, una pesada carga,

sino una posibilidad gozosa.