PRIMERA LECTURA
El don del Espíritu Santo se ha derramado también sobre los gentiles.
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 10, 25-26. 34-35. 44-48
Cuando iba a entrar Pedro, Cornelio le salió al encuentro y, postrándose, le quiso rendir homenaje. Pero Pedro lo levantó, diciéndole:
«Levántate, que soy un hombre como tú».
Pedro tomó la palabra y dijo:
«Ahora comprendo con toda la verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea».
Todavía estaba hablando Pedro, cuando bajó el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban la palabra, y los fieles de la circuncisión que habían venido con Pedro se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles, porque los oían hablar en lenguas extrañas y proclamar la grandeza de Dios.
Entonces Pedro añadió:
«¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?».
Y mandó bautizarlos en el nombre de Jesucristo.
Entonces le rogaron que se quedara unos días con ellos.
Palabra de Dios.
Sal 97.
R. El Señor revela a las naciones su salvación.
Cantad al Señor un cántico nuevo,
porque ha hecho maravillas.
Su diestra le ha dado la victoria,
su santo brazo. R.
El Señor da a conocer su salvación,
revela a las naciones su justicia.
Se acordó de su misericordia y su fidelidad
en favor de la casa de Israel. R.
Los confines de la tierra han contemplado
la salvación de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera;
gritad, vitoread, tocad. R.
SEGUNDA LECTURA
Dios es amor.
Lectura de la primera carta del apóstol san Juan 4, 7-10
Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.
En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Unigénito, para que vivamos por medio de él.
En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados.
Palabra de Dios.
Aleluya Cf. Jn 14, 23
Aleluya, aleluya, aleluya.
El que me ama guardará mi palabra – dice el Señor -,
y mi Pare lo amará, y vendremos a él. R.
EVANGELIO
Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Lectura del santo Evangelio según san Juan 15, 9-17
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor.
Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.
Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.
Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando.
Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.
No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca.
De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé.
Esto os mando: que os améis unos a otros».
Palabra del Señor.
En Cesarea marítima había un hombre llamado Cornelio. Era centurión del ejército romano y estaba al mando de cien soldados (una centuria) dentro de una cohorte (grupo de tres centurias) llamada “Itálica”. Aunque no era judío, los judíos lo respetaban. Era un hombre generoso, porque hacía muchas cosas buenas por los pobres. Cornelio creía en el Dios verdadero y oraba. Seguramente, se trataba de un “temeroso de Dios”, es decir, un gentil que -sin estar circuncidado- adoraba al Dios de los Judíos y realizaba algunas obras de piedad como lo hacen los judíos, pero que no podía participar del culto en el templo ni de la reunión en las sinagogas; porque sigue siendo un gentil impuro.
Un día, un ángel se le apareció “y le dijo: Cornelio, tu oración ha sido oída, y tus obras de caridad han sido recordadas delante de Dios. Envía, pues, a Jope, y haz llamar a Simón, que también se llama Pedro;” (Hch 10, 31-32)
Cornelio era un hombre que, a pesar de su origen romano, educado en la religiosidad romana (llena de todo tipo de dioses y todos ellos terribles y vengativos a los que convenía tener contentos para no sufrir su cólera), deja atrás sus creencias para acercarse al Dios de los judíos, que es uno solo. ¿Por qué tomo esta decisión? La pregunta que se hace todo hombre que viene a este mundo en algún momento de su vida es ¿cómo puedo yo ser feliz? En medio de una situación difícil e incluso caótica, laboral, familiar, personal,… ¿cómo puedo yo ser feliz?; y también esta otra cuestión: ¿por qué no puedo hacer el bien? Es absolutamente necesario pasar por la experiencia de la impotencia frente al bien y hacerse la pregunta por el sentido de la vida. Es necesario comprender que, por más que yo desee hacer el bien, al final el resultado es que no puedo y esto me hace sufrir y me frustra. ¡Pero dentro de mi hay un deseo de hacer el bien! ¿Qué puedo hacer?
Los dioses a los que Cornelio había adorado desde su niñez -tan lejos de él y de sus sufrimientos profundos-, no le daban respuesta. Un día volvió su mirada a un Dios extranjero: un Dios que dice estar cerca del hombre y siempre dispuesto al perdón. Como “temeroso de Dios” podía leer a los profetas, como a Jeremías: “Desde lejos el Señor se le apareció, diciendo: Con amor eterno te he amado, por eso te he atraído con misericordia” (Jer 31,3); o Ezequiel: “… os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36,26). Y todas estas palabras poco a poco comenzaron a asentarse en su corazón.
Nosotros leemos en el evangelio de San Juan: “Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me envió, y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los profetas: Serán todos enseñados por Dios. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí”. (Jn 6,44-45) Así que es el Padre quien atrae a los hombres. Y ¿cómo atrae Dios a los hombres hacia sí? La respuesta la acabas de leer: “Todo el que escucha y aprende viene a mi”. Cornelio “escuchó la voz de su corazón” y “aprendió leyendo a los profetas”. De ahí que comenzara en él un pequeño cambio de vida y rezara e hiciera obras piadosas. Pero él es un pagano, un impuro, no pertenece a la nación de Israel… ¿habrá esperanza?
El salmista le ofreció a él (y a nosotros hoy) la respuesta: “El Señor da a conocer su salvación, revela a las naciones su justicia.” (Sal 97) ¿Cómo ha revelado Dios su justicia a todas las naciones? Fíjate: cuando el centurión escuchó por boca de Pedro que “este Jesús es el que Dios ha designado como Juez de los vivos y de los muertos. De éste dan testimonio todos los profetas, de que por su nombre, todo el que cree en El recibe el perdón de los pecados”. (Hch 10, 42-43), todo cobró sentido por fin. En algún momento Cornelio supo que la causa de sus sufrimientos no estaba fuera de él, sino dentro. Quizá no podía ponerle nombre a esa causa, pero lo que si sabía es que no podía salir solo de ese pozo. Nosotros sabemos que la causa en sí es el pecado.
Y lo que san Pedro le explicó es que, en la pasión y muerte de Cristo —en el hecho de que el Padre no perdonó la vida a su Hijo, sino que lo “hizo pecado por nosotros” se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de los pecados de la humanidad. Esto es incluso una “sobreabundancia” de la justicia, ya que los pecados del hombre son “compensados” por el sacrificio del Hombre-Dios. Esa justicia nace toda ella del amor: del amor del Padre y del Hijo, y como consecuencia induce al amor, produce amor. Así es como lo pone de manifiesto hoy la segunda lectura que acabamos de escuchar: “Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.”. (1Jn 4,7)
Nacer de Dios es lo mismo que tener su naturaleza, que es la certeza de la inmortalidad, lo que hace que en mi vida cotidiana todo tenga sentido y esté bien, incluso aquello que para el mundo es un mal, como la precariedad económica o la enfermedad, por ejemplo.
Se trata de una vida plena, llena de sentido. Esto es o que pasa cuando uno experimenta el amor de Dios. La vida de Cornelio estaba salvada por un Dios que no lo juzga, sino que LO AMA EN SUS PECADOS. Y la consecuencia es que puedo amar incondicionalmente. También a mi enemigo. Y con el amor de Dios llega también la alegría. No se trata propiamente de la alegría humana natural (la euforia), como cuando, por ejemplo, recibes una buena noticia, o acabas por fin la carrera, o te toca la lotería, o tu equipo de futbol gana una copa, … En esos casos hay ruido, risas, comida, alcohol… Pero esa no es la alegría fruto del Espíritu Santo.
Esta otra es la alegría fruto de experimentar el amor de Dios gratuito a nuestra vida con nuestros pecados y defectos. Como fruto de este amor de Dios se genera la alegría del corazón. Este gozo, esta alegría, llenan las páginas de toda la Escritura. Porque la Buena Noticia del amor gratuito de Dios produce necesariamente en el hombre, como fruto, la alegría. Esta alegría está directamente relacionada con la certeza de la salvación. ¡Dios ha salido a nuestro encuentro y nos ha salvado! Y esto es así porque Dios ES amor. Su naturaleza ES AMAR. Entonces, como la naturaleza de Dios es amar y Jesús está unido a su Padre, dice hoy en el evangelio por la mano de San Juan: “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud” (Jn 15, 11)
El Padre y el Hijo son uno solo, por tanto, si la naturaleza de Dios es amor y el Hijo es Dios junto con el Padre, el Hijo participa de ese amor que se desborda y se manifiesta a través de la alegría. Esta es la alegría de la que está hablando Jesús. Jesús tiene la certeza absoluta de que por encima de los sufrimientos serios, profundos, ontológicos que va a experimentar y que lo llevarán a la muerte, su Padre es VIDA ETERNA y, por tanto, su persona (la persona de Jesús) no será abandonada en la muerte ni su cuerpo experimentará la corrupción. Por eso Jesús está lleno de la alegría de la salvación.
Los discípulos de Jesús, mientras estaban con él caminando por el país de Israel, viendo milagros, escuchando su predicación, comiendo y bebiendo con él, estaban alegres. Son numerosas las ocasiones en que tras una curación o una predicación la gente que ha sido testigo del milagro o ha escuchado esa predicación se han llenado de alegría; pero era una alegría humana: la alegría de estar junto a una persona excepcional, y escuchar y ser testigos de cosas extraordinarias. Pero Jesús quiere llevarlos más allá, mucho más allá: quiere llevarlos a la alegría definitiva, a la plenitud de la alegría. Jesús quiere que experimenten la alegría definitiva que es el resultado de ser testigos de la resurrección.
Por eso, en los relatos de las apariciones de Jesús resucitado siempre está presente la alegría, como en el relato de la aparición a las mujeres en San Mateo: “De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «Alegraos.» Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies. Jesús les dijo: «No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.” (Mt 28,9) o este otro del evangelio de San Juan: “Y diciendo esto, les mostró las manos y el costado. Entonces los discípulos se alegraron al ver al Señor”. (Jn 20,20) Aquí está la verdadera alegría que emana de la resurrección; porque la resurrección es la garantía de que no hay muerte y que los pecados (cuya consecuencia es la muerte) están perdonados. Esto es a lo que se refiere Jesús cuando quiere llevar SU ALEGRÍA a los discípulos para que la alegría humana que han experimentado hasta ahora, llegue a plenitud, se complete.
Y la alegría esta íntimamente relacionada con la acción de gracias. Un hombre que tiene un corazón agradecido tiene una alegría enorme. Porque el hombre que ha recibido este don -el don de la alegría de la salvación- sabe al mismo tiempo que no se merece nada, y que si Cristo ha venido a su encuentro para salvarlo, lo ha hecho sin pedirle nada a cambio ni por sus méritos. Entonces, ¿cómo no estar alegre? ¿cómo no estar alegre si yo estaba en la esclavitud, en mis pecados, en el pozo, en el fango y ha venido alguien y ha extendido su mano y me ha sacado de allí? ¡Cómo no estar alegres!
Es preciso subrayar la relación que existe entre conocimiento y amor. La conversión íntima que el cristianismo propone es una auténtica experiencia de Dios, en el sentido indicado por Jesús, durante la última cena: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). La experiencia viva del Padre y del Hijo se realiza en el amor, es decir, en último término, en el Espíritu Santo, puesto que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5, 5). Entonces es cuando tu y yo, teniendo dentro este amor, el amor verdadero fruto de un encuentro íntimo con nuestro Padre, podremos empezar a amar al prójimo, no porque nos lo ordene nadie, sino porque ese amor desborda todo nuestro ser y ya no se puede contener.
Dios es amor, la Biblia lo dice.
Dios es amor, San Pablo lo repite.
Dios es amor, búscalo y verás
en el capítulo cuarto,
versículo ocho, primera de Juan.
Quiero, Señor, cantar de alegría,
quiero, Señor, amarte noche y día.
Quiero, Señor, apoyarme en ti,
porque me amas primero,
tu amor me ha creado y vigilas por mí.
Canto al saber que eres mi amigo,
canto al saber que siempre estás conmigo.
Canto al saber que me ayudarás,
que aunque de ti yo me olvide,
jamás a tus hijos nos olvidarás.
“No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca.
De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé.
Esto os mando: que os améis unos a otros»
Estamos destinados a pedir a Dios Padre, en el nombre del Hijo y del Santísimo Espíritu de Dios, que venga a todos los seres humanos el Reino de Dios, el Reino del Amor de Dios desbordado en cada ser humano hacia su prójimo. Dios está decidido a darnos su Reino. ¿Qué esperamos para pedirlo con convicción?
Siempre orantes con Jesús, María y José para que la Iglesia sea Universal de la Mano de Dios.