Se unen hoy fariseos y herodianos, que se odiaban, para hacer una pregunta incómoda al Rabí Jesús, con intención de no darle opción y «cazarle»: o le cazan los fariseos por ir a favor de Roma o le cazan los herodianos por oponerse al impuesto. Tema bien polémico cuando tu país está invadido de modo no pacífico por una superpotencia que se arroga el copyright de la civilización (fuera de Roma todo era barbarie para los de habla latina).

¡Vaya atrevimiento lo de querer cazar a Dios! Como era de prever, en vez de cazarlo, se llevan cada uno un buen bofetón divino, más doloroso que esos que te daba tu madre cuando hacías la pifia de tu vida (para que no se te olvidara nunca). Lamentablemente no van a desistir en su empeño de cazarle, hasta que finalmente terminan con su vida. ¡Qué odio le tenían por ponerles en evidencia!

Me quedo con ese detalle de querer «cazar a Dios», como con ganas de pillarle en un renuncio. Algo más común de lo que parece, aunque venga disfrazado la mayoría de ocasiones de razonamientos más bien «justificados» o bien que consideramos oportunos. Porque a fin de cuentas, necesitamos justificar de algún modo las cosas malas que pasan en la vida (para las buenas no necesitamos ventanilla de reclamación). Ocurre cuando pedimos razones a Dios de los sucesos poco felices que rodean nuestra vida. De todas las preguntas, la más capciosa —la que quiere «cazar» a Dios— me ha parecido siempre la de «¿Por qué a mí?»

Ojalá nunca salga de tu corazón semejante atrevimiento, fruto de querer de algún modo que te sea concedido el poder de controlar de modo providente tu vida. Que nos duelan las circunstancias, lloremos o presentemos al Señor súplicas desgarradoras —mañana lo hará de modo precioso el pobre de Tobit— es algo que nos hace muy humanos ante los avatares de la vida. Pero la preguntita de la que hablamos dista mucho de la humildad propia de quien se sabe en manos del Altísimo. Huele más bien a exigencia, en formato «Te has pasado conmigo», amigo de «Yo no me merezco esto», primo hermano de «A mi cuñao le va bien y a mí me mandas esto» (el árbol genealógico de expresiones similares tiene ramificaciones infinitas).

Difícilmente es compatible tal planteamiento con lo que todos los días decimos: «¡Hágase tu voluntad!» En ningún momento esa parte de la oración dominical (es decir, del «Dominus», del Señor) indica que haya una letra pequeña en la que podemos presentar formulario de alegaciones o rectificaciones, o incluso de cancelación.

La divina Providencia no hay quien la comprenda. Tendríamos que ser Dios para ello. Allá del que quiera hacerle preguntas con intención de cazarle.