Siempre he pensado que tuvo que ser un acontecimiento muy sorprendente, ver aparecer a los magos de oriente, acompañados de su séquito real, recién llegados desde tan lejos para rendir honores al recién nacido rey de Israel.

Y es que ¡menudo contraste el que se veía entre los locales y los visitantes!. ¿Qué pensarían los vecinos? ¿Qué estupor tuvo que envolver a aquellas gentes sencillas?

Quizá, en esa circunstancia a la que me refiero, habrían aceptado mejor “los suyos”, sus amigos y familiares, las palabras de Jesús en la sinagoga de su pueblo.

En cambio, sucedió lo contrario. Fueron incapaces de reconocer en Jesús otra identidad añadída o distinta de la evidente. “¿No es este el hijo del carpintero? ¿No es María su madre? ¿No conocemos a sus hermanos?”

Esto sigue sucediendo hoy. No reconocemos el carácter extraordinario de muchos de los acontecimientos que vivimos porque de antemano los banalizamos.

Nos escandaliza que Dios pueda intervenir en nuestras cosas, preocuparse de nuestros problemas e intervenir en nuestra historia.

Así, nos convertimos en la medida de la realidad. Solo puede suceder aquello que podemos concebir y controlar… y así, no le dejamos a Dios margen de actuación.

Es el escándalo de la Encarnación. Nos escandaliza que Dios se haga carne y sangre, que comparta nuestra condición pobre, humilde y mortal.

Esto puede parecer un problema lejano o ajeno a nuestra realidad. Pero, al contrario, se trata de algo esencial para nosotros. Dios quiere y puede intervenir en nuestra vida. El problema es que nosotros, como los de su pueblo, no le dejemos hacer milagros en nosotros por nuestra falta de fe.