Reyes 18, 41-46; Sal 64, 10. 11. 12-13 ; san Mateo 5, 20-26

Estos días una tormentas han azotado las tardes de Madrid. Caía agua como si el barrio fuera un inmenso centro termal, haciendo aparecer esas temibles goteras que siempre me olvido de arreglar en verano y reaparecen en el invierno. En la parte más alta e inaccesible de la parroquia se formó una verdadera piscina y los vecinos (que ven la azotea de la parroquia) no tardaron en avisarme. Subí arriba del todo y limpié el sumidero que se había atascado. Mientras el agua desaparecía miraba hacia la calle (desde unos siete metros de altura) cuando veo llegar a una de las habituales feligresas, que frecuentemente leen en Misa, que camina hacia la parroquia. Mira a un lado, mira a otro y…. ¡se pone a arrancar flores de las que rodean la parroquia guardándoselas en una bolsa!. No pude menos que echar una carcajada desde las alturas y esperar el próximo día que la vea en Misa para intentar colocar una “pullita” cariñosa y divertida en la predicación. Las flores no me importan -hay muchas-, pero me hicieron gracia las formas.
“Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano.” Muchas veces nos quejamos de que cada día comulga más gente y se confiesan menos y, realmente, se ha perdido el sentido del pecado. Parece que para cometer un pecado tienes que partirte la cara con alguien o armar un escándalo digno de primera página de las revistas del corazón. Estoy convencido que si a mi querida feligresa, según arrancaba las flores, le llamo la atención desde el tejado se hubiera puesto de todos los colores y me hubiera jurado y perjurado que eran para la Virgen ( de momento a la parroquia no han llegado). Sin embargo pensará que nadie se ha enterado y estoy convencido de que ya ha olvidado que ha hecho algo que no está bien.
Así es el pecado, parece que sólo es grave cuando la gente lo nota y tristemente destroza por dentro más que la fama que, justamente muchas veces, nos puedan quitar. Pero hoy no quiero hablar del pecado, así también es la Gracia de Dios. A veces podemos pensar que los dones de Dios son asombrosos, tienen que hacernos levitar o sentir un especial arrebato de amor que cambie toda nuestra vida. “Sube del mar una nubecilla como la palma de una mano,” después de tres años sin llover se podía haber perdido toda esperanza, esas nubecillas desaparecen rápido. Sin embargo Elías tenía sensibilidad para reconocer las promesas de Dios y avisa a Ajab que “se vaya, no le coja la lluvia.” La pérdida del sentido del pecado va unida a la pérdida del sentido de la Gracia, nos volvemos insensibles a los dones de Dios, buscamos milagros espectaculares y nos olvidamos de los verdaderos grandes milagros de cada día.
Muchas veces podemos actuar mirando “hacia arriba” esperando que Dios no mire en nuestra dirección para hacer algo malo y eso que “Dios lo ve todo,” y estamos tan preocupados de mirar a lo alto que no nos damos cuenta que tenemos a nuestro Señor a nuestro lado, junto a nosotros, en cada momento de nuestra vida.
María, la Virgen, sabe bien lo que es tener intimidad con Dios, lo llevó nueve meses en su seno, pídele que le descubras siempre a tu lado y nunca, nunca hagas nada que no lo puedas hacer con Él.
Hoy es la cuestación de Cáritas, no te olvides de los demás.