Zacarías 12, 10-11; 13, 1; Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 8-9 ; san Pablo a los Gálatas 3, 26-29; san Lucas 9, 18-24
El otro día un feligresa de una antigua parroquia, en la boda de unos amigos, me dijo: ¡Qué fácil es confesarse!. Se me iluminó el rostro, pensé: “Las cosas están cambiando.” Lo que yo no había conseguido, a pesar de insistir en el sacramento de la confesión a tiempo y a destiempo, lo estaban consiguiendo ahora. ¡Poco dura la alegría en la casa del pobre!. Siguió contando y en lo que participó fue en una celebración comunitaria en la que después de leer un “examen de conciencia” –más o menos somero-, se acercaba al sacerdote y decía: “Padre, he pecado” y recibía la absolución. “así sí que es fácil” –le dije-, “pero eso como mucho te vale para bendecir la mesa.”
“Harán llanto como llanto por el hijo único.” Abolir de la confesión el dolor de los pecados es sencillo. Puede parecer “creativo” o “moderno” pero esa forma de celebrar el sacramento de la confesión es ser un formalista, un rigorista. “He hecho lo que pone la letra (dar la absolución personalmente)” pero se ha perdido el amor de Dios, la entrega de Jesucristo por cada uno, los penitentes se han puesto cara a cara con el sacerdote, pero no se han encontrado con Cristo. Si preguntase a casi todos los participantes en esas celebraciones de qué se acuerdan del examen de conciencia, estoy convencido que me dirían que de nada. Hemos vuelto a los tiempos de la magia, al gran Gurú que por arte de “birli-birloque” tranquiliza las conciencias. Si cada uno de nosotros soltase aunque sólo fuese una lagrimilla por los pecados entonces sí estaríamos preparados para confesarnos y recibir la absolución.
En estos días (¿será por el fin de curso?) estoy viendo llorar a hombres como castillos, a chavales jóvenes, a personas hechas y derechas, a las que se les ocurre quitarse la vida por problemas laborales, familiares o de noviazgo. No sé por qué me buscan o me los encuentro y me doy cuenta de que –creyentes o no-, pocas veces han abierto su alma y su corazón. Durante años no han contado a nadie sus problemas, su pasado, sus sufrimientos. Así que ahora me encuentro animando a media docena de personas a amar la vida, a que descubran que cualquier pecado, error o frustración tiene perdón en el amor que Dios nos tiene. Es bueno que la gente llore, con las lágrimas salen las penas y al confesar nuestros pecados (bien concretos, no “entes abstractos”), sale todo lo que nos aparta de Dios y nos abre a su misericordia.
“El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo.” ¿No te mueve a derramar lágrimas la Pasión de Cristo? ¿No te das cuenta que es “El Mesías de Dios” entregado por tus pecados y los míos?.
“Padre, he pecado.” La primera vez que una persona me dijo eso en la confesión y se quedó callada para recibir la absolución le contesté: “Yo también. ¿Y qué?.” Que somos pecadores ya lo sabemos, no hemos descubierto la Atlántida (excepto para algunos cenutrios que se siguen considerando “impecables”), por esos pecados tuvo que ser ejecutado el Hijo del Hombre. Ahora, pídele a nuestra madre la Virgen, que te conceda llorar por cada uno de tus pecados, decirlos en la confesión, ponerlos en las manos de Dios y, entonces sí, recibirás la absolución y estarás “revestido de Cristo,” tus lágrimas se convertirán en gozo.