Lamentaciones 2, 2. 10-14. 18-19; Sal 73, 1-2. 3-4. 5-7. 20-21 ; san Mateo 8, 5-17

“Grita con toda el alma al Señor, laméntate”. Como bien indica su nombre, el libro de las Lamentaciones del Antiguo Testamento hace referencia a todas las quejas de los hijos de Jerusalén. Es una época en la que Israel ha dado la espalda a Dios, y sufre las consecuencias de su falta de confianza en los planes divinos. La solución es volver a Dios. ¿Cómo?: gritando auxilio y lamentándose de su falta de fidelidad.

También hoy vemos a gente que llora. Personas que se lamentan por el fatal destino al que son conducidos. Muchos creyentes también se duelen por sus sufrimientos y, de la misma manera que el salmista, dicen con amargura: “¿Por qué, oh Dios, nos tienes siempre abandonados?”. Sería bueno que hiciéramos un poco de examen para descubrir dónde esta la raíz de tanto dolor, y por qué las cosas no van como desearíamos.

Hace unos días, por ejemplo, tuve que ir a un tanatorio de Madrid para celebrar una misa por un difunto, hijo de un amigo. En el velatorio todos estaban desconsolados, y se preguntaban por qué Dios permitía esas cosas (el fallecimiento fue motivado por un accidente de tráfico), sobre todo en gente joven con todo un futuro por delante. Puede parecer muy humano echarle la culpa a Dios de todo aquello que se nos escapa o no entendemos. Pero también es “humano” el que primen nuestros planes sobre los de Dios. Ante esta disyuntiva sólo caben dos posibilidades: creer en Dios, o creer en nosotros mismos. Es cierto que a los sacerdotes se nos hace un nudo en la garganta en estas terribles situaciones en las que las palabras sirven para muy poco. Lo importante es “estar ahí”. Porque más que un buen discurso, lo que cuenta es una mirada de cariño, un silencio… o compartir unas lágrimas.

A veces intento imaginarme cuál sería el comportamiento de Cristo ante situaciones similares. Y lo que descubro es la continua queja del Señor porque encuentra a gente con muy poca, o ninguna fe. Jesús, que iba a resucitar a Lázaro, lloró desconsoladamente por la muerte de su amigo. Pero a sus hermanas les pedía confianza en la resurrección definitiva. Lo humano siempre va entretejido de lo sobrenatural. Es como el que sabe (perdón por el ejemplo), que hay un postre estupendo al final de la comida. Sin embargo, primero hay que comer un primer plato que no nos agrada, pero es necesario para nuestra salud. De la misma manera, Dios conoce lo que verdaderamente es bueno para nuestra alma, pero nos quedamos “anclados” en ese plato que tanto nos disgusta: el sufrimiento, el dolor… la muerte.

No nos engañemos. No podemos presumir de nuestras limitaciones, porque siempre habrá algo que no entendamos y, entonces, no valdrá el echarle la culpa a Dios. El pecado es la raíz de todo aquello que nos supera, y ante lo que no encontramos la respuesta adecuada, tal y como desearíamos. Sin embargo, Dios se adelanta a nosotros, y como al centurión del Evangelio nos dice: “Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído”.

“Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe”. La fidelidad, aquella que faltaba en Israel, y que aparece constantemente en el libro de las Lamentaciones, es la respuesta que nos lleva a centrar nuestra vida en los deseos de Dios, aunque a veces nos desconcierten. La Virgen María, a pesar de que humanamente era incomprensible la propuesta del ángel Gabriel, puso su corazón y su alma en el querer de Dios. Siguiendo el ejemplo de la Madre de Dios, hemos de caminar en la confianza de aquello que nos recuerda san Pablo: “Dios lo dispone todo en bien de los que le aman”.