Hechos de los apóstoles 2, 36-41 ; Sal 32, 4-5. 18-19. 20 y 22; san Juan 20, 11-18
El Evangelio de hoy se podría resumir diciendo que es el del encuentro del Señor después de resucitado con María Magdalena. Magdalena, una mujer, aparece como anunciadora de la resurrección.
En este sentido hay posiblemente algún paralelismo entre la Virgen y Magdalena: María, la Virgen, “toda pulcra”, recibe en la anunciación al Hijo de Dios; Magdalena, “la pecadora arrepentida”, es elegida para anunciar a los hombres -“anda, ve a mis hermanos y diles: subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”- que Cristo ha resucitado. La Virgen anuncia a Cristo antes del nacimiento; Magdalena, después de la resurrección.
La Virgen sin mancha es elegida para traer al Hijo de Dios, pero la misión de Cristo, desde que nace hasta su muerte en el Calvario ha sido la de salvar a los pecadores: “yo he venido para que todos se salven”. Precisamente los días que acabamos de vivir, nos han recordado que el Señor ha venido a reparar por nuestros pecados. Antes de esa misión, los pecadores no podían entrar en el Reino de los Cielos. Justo después de la resurrección (propiamente tras la Ascensión), se han abierto las puertas del cielo; por eso es muy significativo que la primera la primera aparición sea a la Magdalena, para reflejar con toda claridad que ha llegado a término la misión de Cristo en la tierra.
Significativo porque ella, la Magdalena, en el Evangelio viene a representar el lado opuesto de María, el pecado. La Virgen es la “llena de gracia”; la Magdalena es la que no tiene la gracia de Dios, es decir, la que está en pecado. Pero eso es así, hasta un momento: hasta que se encuentra con Cristo y la “con-mancha” queda, por el contacto con el Salvador, “sin-mancha”, purificada, limpia de su pecado. Igual que actualmente sucede con nosotros por el sacramento de la confesión: contacto-arrepentimiento (íntimamente unido).
La Virgen es preservada de pecado para que en sus entrañas purísimas se forme el cuerpo de Cristo; en Magdalena se forma el cuerpo de Cristo después de la purificación, del arrepentimiento. Como ahora con el sacramento de la Eucaristía: contacto-amor
Es de observar, y quizá puede haber llamado la atención el hecho de que en este pasaje del Evangelio, tan breve, apenas siete versículos, aparecen cuatro veces las lágrimas de la Magdalena: “junto al sepulcro estaba llorando”; “Mientras lloraba se asomó al sepulcro”; los ángeles le preguntan “¿Por qué lloras?”; y cuando Jesús se dirige a ella, le pregunta también: “Mujer ¿por qué lloras?” El llorar es claro que siempre ha sido interpretado como manifestación cierta y evidente de arrepentimiento, de dolor: las lágrimas purifican el corazón, manifiestan el deseo de cambio de vida, el reconocimiento de que llevaba una vida contraria a Dios, de pecado, y eso, duele tanto que hace saltar las lágrimas. No tiene ningún dolor físico: sus lágrimas son de dolor de amor.
Por eso, la misión de Cristo, nos dice la Misa de hoy, ha llegado a su cumplimiento: “tu hermano que estaba perdido, ha vuelto”, le dirá el Señor al otro hijo en la parábola del hijo pródigo cuando este vuelve a casa de su padre. Esto es lo que ha querido conseguir Cristo con su venida al mundo. Por eso, la vida de Cristo, su Pasión, Cruz y Resurrección, han conseguido por su obediencia y fidelidad al Padre, lo que se había propuesto. Por eso está ahora sentado a la diestra de Dios Padre. Cristo no ha fracasado: los pecadores arrepentidos, María Magdalena, tenemos cobijo en sus llagas abiertas -en sus manos, en su costado-, porque son heridas abiertas no por los clavos ni por la lanza, sino por el amor a nosotros. Cristo no sólo ha Resucitado, sino que ha triunfado sobre la muerte y el pecado. El Evangelio de la misa de hoy así nos lo muestra.