La humildad no es la virtud más importante, pero es el terrero fecundo sobre el que se puede construir la vida espiritual. El hombre soberbio es el que se cree seguro de sus propias fuerzas y, por ese motivo, no se da cuenta de que necesita ser salvado. La soberbia conlleva un profundo desconocimiento de nosotros mismos, especialmente de nuestras limitaciones y pecados. Dios no puede salvar al soberbio porque éste, en su arrogancia, cree que no necesita a Dios.
En el Eclesiástico leemos: “Hazte pequeño, en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes”. El Obispo Torras i Bages decía: “Dios se ha hecho tan pequeño que sólo los que son verdaderamente pequeños pueden reconocerlo”.
En el Evangelio, Jesús nos habla de la importancia de la humildad. Dice que no hemos de buscar los primeros lugares. Evidentemente, no nos está hablando de normas de educación, ni se refiere al protocolo que se ha de guardar en las celebraciones. Lo que nos está diciendo es: no te creas tan bueno, no vaya a ser que, cuando llegue el juicio, tengas que descubrir que eras mucho peor que los demás. La perspectiva de esta enseñanza es escatológica. Habla de nuestra relación con Dios. Ahora bien, la auténtica humildad lleva también a sabernos pequeños ante los demás y a hacernos servidores de todos. El hombre que menosprecia a los demás no ha entendido su pequeñez. Por eso, los santos nos dan continuamente ejemplo de servicio a los más desfavorecidos.
San Vicente de Paúl escribía a una Hija de la Caridad: “Sólo por el amor, por el mucho amor con que tú los trates, podrán perdonarte los pobres el pan que tú les das”. Hemos de estar alegres cuando hacemos algo que no nos podrán pagar, porque es una imagen de cómo Dios nos trata. Nadie podrá pagar nunca a Dios sus inmensos beneficios. Aún más, la salvación, por definición, es gratuita. Sólo quien da puede también recibir. Porque quien no se acostumbra a dar con generosidad tampoco está preparado para entender lo que significa recibir gratuitamente. Por eso Jesús dice: “Dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”.
La verdadera humildad, sin embargo, no es fácil de alcanzar. A veces, debajo de actitudes aparentemente sencillas, se oculta un gran orgullo. Cuando eso sucede, el resentimiento hace nido en nuestro corazón. San José María Escrivá da un criterio que puede ser útil: “La verdadera humildad no es cuando tú te humillas, sino cuando otro te humilla”. Por eso la humildad es una virtud que, muchas veces, se aprende a partir de las equivocaciones y los errores.
Dios humilla a los poderosos, y enaltece a los humildes. Detrás de muchos fracasos, enfermedades, incluso de pecados graves, hay una misteriosa pedagogía divina que, a gritos, nos está diciendo, tienes que bajar de tu pedestal y aceptar tu condición de criatura. Muchas veces la debilidad que experimentamos, física, psicológica y aun espiritual, se inscriben en ese designo de Dios, que está empeñado en que seamos santos.