Sab 7, 22 – 8, 1; Sal 118; Lc 17, 20-25

«Tú allí, en silencio, y yo aquí, diciendo tonterías»… Se lo digo muchas veces al Señor últimamente. Desde hace ya nueve años, mi oración es seca como un páramo. Me arrodillo o me siento ante el Crucifijo y el Sagrario, abro la Escritura, leo, levanto la vista… Y nada. Entonces comienzo a decir tonterías, porque no sé qué más decirle al Señor. Él no contesta. Sé que me mira, y que escucha: «La sabiduría es más móvil que cualquier movimiento, y, en virtud de su pureza, lo atraviesa y lo penetra todo»… pero yo no siento nada. Así se me pasa media hora por la mañana, y media hora por la tarde. Comencé a rezar con la cabeza. Algunos libros de espiritualidad, hacia los que guardo un entrañable cariño, me ayudaban a desentrañar el misterio de Dios y el misterio que se encierra dentro de mí. Hablaba yo, hablaba Dios, y, en aquel diálogo, nos fuimos haciendo amigos: «va haciendo amigos de Dios».

No sé qué sucedió, pero, un buen día -años más tarde-, la cabeza calló y comencé a rezar con el corazón. Acababa de descubrir la Escritura, y un sólo versículo del santo evangelio me mantenía absorto durante días enteros. Ya no discurría: me quedaba mirando y amaba. En aquella mirada comencé a vislumbrar el Amor de Dios. Fue como si, hasta entonces, no hubiese sabido que Dios me amaba, y, de repente, un tierno y caluroso abrazo arrebatase mi alma. No me costaba trabajo rezar; era sencillo, tan sencillo como amar y ser amado. Tanto fue así, que el amor de todas las criaturas juntas se me volvió pequeño y despreciable. Había descubierto el Amor: «Es más bella que el sol y que todas las constelaciones; comparada a la luz del día, sale ganando».

Hasta que, hace quince años, el corazón también calló. Primero me dolió mucho: hubiera preferido mil veces no ver nunca antes que, habiendo visto, quedar ciego. Orar y sufrir eran la misma cosa. Pero fueron pasando los años, y entendí que me hallaba ante un modo nuevo y peculiar de oración. Habiendo callado la cabeza y estando cerrado el corazón, decidí orar con la tercera «c», es decir, con el… ¡con las posaderas! (perdón por este quiebro intempestivo): pego mis posaderas al asiento, y le digo al Señor: «me hables o no me hables, aquí me quedo; no pienso moverme durante media hora»… Hasta hoy. Y allí, ante el Crucifijo y el Sagrario, muchas veces me sorprendo sonriendo. Me pregunto de dónde viene esa sonrisa que brota en el desierto de un silencio como una burla al demonio mudo. Y comprendo que, aunque no lo vea, aunque no lo sienta, Dios está dentro de mí y me hace sonreír: «el reino de Dios está dentro de vosotros». «¡Qué bien estoy contigo, Señor!», le digo. No hablamos nada, y nada siento, pero no quisiera estar en ningún otro lugar del mundo. Ahora sé que orar no siempre es «hablar con Dios». Muchas veces es, sencillamente, hacerle compañía en la sequedad del Leño.

¿Acaso no hizo lo mismo María? Sé que sus brazos han mantenido mi «tercera c» pegada al banco durante estos nueve benditos años.