Estos días estoy dando unas clases a unas religiosas de clausura. El tema que me han pedido es la exhortación de Juan Pablo II “Vita consecrata”, dedicada a los religiosos. Su lectura y posterior explicación me ha permitido pensar un poco sobre el tema de la consagración. Este tema reaparece en la fiesta de hoy, en la que Jesús es presentado en el Templo para cumplir una ley que prescribía que “todo varón primogénito será consagrado al Señor”. Jesús, que es Dios, no quiere dejar de cumplir ese precepto y por eso sus padres lo conducen a Jerusalén.
El Señor no se ahorra ninguna ley. Cumple con todo lo mandado enseñándonos una fidelidad que Él mismo explicará en mayor profundidad. Porque Jesús no es un ritualista sino que nos enseña a obedecer en todo al Padre. Su motivación es la voluntad de Dios. Pero la obediencia a esa voluntad pasa siempre por las cosas concretas de nuestra vida. Las personas consagradas nos lo muestran de una forma radical, viviendo con el corazón indiviso, y totalmente entregadas a ello. Los mismos votos de castidad, pobreza y obediencia indican ese deseo de ser totalmente para el Señor. El anciano Simeón y la profetisa Ana aparecen como ejemplos de esa total dedicación al Señor. Por eso dice el Evangelio que Ana no se apartaba del templo día y noche.
La mayoría de los fieles cristianos no nos encontramos en esa situación de total consagración. Sin embargo no por ello la meta de nuestras vidas es cumplir en todo la voluntad de Dios. Es una tontería oponer un estado a otros. Pero no es baladí fijarse en las personas que lo han dejado todo para vivir de cara a Dios. Ellas nos recuerdan, aun cuando tengamos muchas otras ocupaciones, que nuestra vida es para el Señor. El anciano Simeón muestra como se cumple en él la promesa que se le ha hecho. Era justo y piadoso y aguardaba el consuelo de Israel. Dios le concedió ver a Jesús antes de morir. A nosotros Dios también nos concede ver muchas cosas, aunque no siempre cuando nos gustaría. De alguna manera parece como si ese don, de reconocer su presencia en medio de nuestra vida, fuera unido a la fidelidad a la vocación. Nuestra vida nos es dada para servir al Señor, y Él mismo es el premio que se nos ofrece.
Además de la consagración en la vida religiosa, mediante la profesión de los consejos evangélicos, existen otras formas de consagración. Todo ello hay que hacerlo con prudencia y según las normas de la Iglesia, porque muchas entregas son correspondencia a una llamada singular que Dios nos hace. Pero subyace una idea de fondo que lo articula todo y es el deseo de vivir más para el Señor. Cada uno de nosotros podemos examinar de qué manera podemos hacerlo. De hecho, por el bautismo y la confirmación llevamos dentro de nosotros una marca de Dios. En ella se lee que somos hijos suyos y que estamos llamados a dar testimonio de su nombre. La bella fiesta de hoy eleva nuestra mirada hacia Dios, de quien lo hemos recibido todo, y a quien debemos amar por encima de todo.