Léon Bloy con su acidez no exenta de humor imaginó a diez mil salchicheros enojados ante el Señor el día del Juicio Final: “Todo está muy bien, pero la Cuaresma ha hecho daño a nuestro negocio”. Hoy ya no sería así, porque las costumbres se han relajado bastante. Los signos penitenciales que señala la Iglesia son mínimos y, a pesar de ello, nos cuesta cumplirlos. Los días de ayuno y abstinencia son los que más nos apetece aquello que, precisamente, la norma prohíbe. Sin embargo, sin esos signos, nos costaría entender el sentido de la penitencia. Guardan un asombroso equilibrio entre la prescripción y la orientación hacia la penitencia interior. Son de fácil cumplimiento y, al mismo tiempo, abren un camino para la negación de uno mismo y la afirmación en Dios. Son exquisitamente equilibrados.
En el Evangelio de hoy nos encontramos con unos discípulos del Bautista, que era un campeón de la penitencia, haciendo una pregunta a Jesús sobre el ayuno. De entrada no podemos pensar que en ella hubiera malicia alguna. Pero Jesús da una respuesta que ilumina totalmente el sentido del ayuno: “Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán”.
En el cielo no hay ayuno. La Sagrada Escritura utiliza la imagen de un banquete para señalar la fruición de que gozan los bienaventurados junto a su Señor. No puede haber ayuno porque la felicidad es completa. Ayunamos, parece decir el Señor, para sentir la ausencia de Quien lo es todo para nosotros. Nos damos cuenta de que sin Él todo lo demás no vale nada. Experimentamos que muchas cosas pueden suplir su ausencia sin que caigamos en la cuenta. Los bienes materiales, los placeres de los sentidos, la comida o el descanso pueden embotar nuestro corazón de tal manera que se olvide de lo que más quiere. Por eso ayunamos.
En la Cuaresma experimentamos que estamos lejos de nuestro Señor. No que Él esté lejos de nosotros, sino que a nosotros nos falta mucho para vivir en la plena unión con Él. Parte de nuestro afecto lo hemos puesto en otras cosas, con las que nos sentimos seguros. De hecho son para nosotros causa de preocupación y no dejamos de dedicarles tiempo: a la comida, a nuestra biblioteca, a la diversión, al ocio, al dinero que ahorramos… Entonces la Cuaresma nos llama la atención sobre ello y nos dice que vigilemos, que estamos lejos del Señor, que nuestro corazón se está enredando en mil cosas que no son verdaderamente importantes y nos ofrecen una falsa seguridad.
Lo que verdaderamente deseamos es gozar con la presencia del Señor. Ese bien tan grande no puede ser substituido con nada. En la medida en que tomamos conciencia de ello aumenta nuestro sentido de la penitencia. Porque muchas satisfacciones lo que encubren es un pecado o una falta de generosidad en nuestra entrega.
Virgen María, ayúdame a separarme de todo aquello que me impide estar cerca de tu Hijo.