Ayer mismo una señora anciana, postrada en la cama del Hospital, me decía: “Los curas dicen muchas cosas, pero no hacen lo que dicen”. Acabamos tan amigos, pero es curioso cómo el Evangelio de hoy se ha traspasado de los escribas y los fariseos a todo el espectro eclesial del catolicismo. Tal vez sea por los malos ejemplos que se han dado, y se dan, por parte de los sacerdotes. Tal vez sea por que al sacerdote se le supone una vida más santa que al resto de los mortales. Tal vez porque los sacerdotes anunciamos una noticia que nos supera tan completamente que sólo desde la misericordia de Dios y la acción del Espíritu Santo podemos comenzar a vivirlo, para llegar a su plenitud en el cielo. No conozco a ningún buen sacerdote que se ponga de ejemplo de algo, tal vez en la piedad y en la oración que es un acto de humildad ante Dios. Cualquier sacerdote con sentido común sabe que su vida es indigna de lo que celebra, de lo que predica y de lo que vive. El sacerdote no es el que dice: “Seguidme” sino: “Seguir a Cristo.” (Aunque luego él quede abandonado al borde la cuneta).
“ Lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente.” El cristiano, no ya sólo el sacerdote, sabe que su vida es la imitación, la identificación, con Cristo. Y con Cristo el yugo es llevadero y la carga ligera, pero existen yugo, carga y cruz. El buen padre de familia no es el que intenta evitar todos los trabajos que tengan que pasar sus hijos, poniéndolos a salvo bajo una campana de cristal, sino aquel que les enseña a afrontar los problemas, arrostrar las dificultades y a saber que, pase lo que pase, no tiene que perder su dignidad de persona y de hijo de Dios. Cuando hablo con algunos amigos que ya tienen su familia y recordamos nuestra época adolescente, un tanto rebelde y egoísta, en que ponías en tela de juicio todo lo que viniese de los mayores, incluidos los padres, y nos reímos de esos momentos pues ahora sus preocupaciones, sus palabras y sus hechos se parecen más a la postura de sus padres que a lo que alardeábamos desde nuestros 15 años.
Isaías, hablando de Sodoma y Gomorra , las ciudades de la perversión, les da la receta para alcanzar misericordia: “Si sabéis obedecer, lo sabroso de la tierra comeréis; si rehusáis y os rebeláis, la espada os comerá.” Saber obedecer no suele ser fácil, se nos interpone el amor propio y esa extraña manía de querer tener siempre la razón. Cristo “aprendió sufriendo a obedecer,” aunque más bien nos lo enseñó a nosotros. Para obedecer es necesario ser humilde, reconocer la verdad de Dios, y decirle con sinceridad: “Señor, ¿qué quieres que haga?” y ponerlo por práctica. Entonces, desde la obediencia, el Obispo, el sacerdote, el padre o la madre de familia, el empresario, la directiva o la religiosa sabrá que sus palabras no reflejan sus hechos, tendría que amar más, entregarse más, servir más, pero no podrá dejar de decirlas. De la mayoría de los cristianos, sacerdotes incluidos, puedo decir que no hacen lo que dicen, ¡ojalá!, pero lo intentan con toda su alma y, ante sus fracasos, se acogen a la misericordia de Dios. También, no lo pongo en duda, hay un pequeño número de caraduras, soberbios, trepas y manipuladores, pero son pocos.
La Virgen sabe obedecer, ella habló poco he hizo mucho, que sea ella la que nos acerque hasta su Hijo y dejemos de pensar en el hacer lo que decimos y empecemos a hacer lo que Él nos dice.