2Tm 1,1-3.6-12; Sal 122; Mc 12,18-27

Jesús dedica estas palabras tan duras a los saduceos que buscan enredarle con la cuestión de la resurrección, en la que ellos, conservadores de los más viejos pensamientos, no quieren creer. Nuestro Dios, ¿qué?, ¿lo será de muertos? Tras tanto arrebolarnos las mejillas, ¿resultará que al final caeremos en el hoyo para pudrirnos en él? ¿Para qué tanto levantar los ojos hacia Dios que habita en el cielo? Bueno, puede que ahora, mientras estamos en vida, nos sirva esperar en su misericordia, a lo mejor por un ratillo nos toma de su mano con elegante displicencia. Mas luego, sabedlo todos, en el verdadero momento del sufrimiento, de la muerte y del pecado, nos dejará y moriremos sin esperanza. ¿Dónde queda nuestro vivir en-esperanza? Este vivir será, así, la ilusión virtual de un momento; nada que ver con un vivir-en-realidad. ¡Bah!, porque todo en nuestra vida estará convergiendo en un punto que nada tiene detrás, un punto ciego: la pura nada. ¿Para qué fuimos creados?, ¿para, finalmente, abandonarnos a la suerte del pecado y de la muerte? Bueno, puede que seamos tan incautos que queramos preservarnos del pecado, y habría que verlo, pero no podremos lograrlo de la muerte.

No, no es así, quien piense que lo es, está equivocado, nos dice Jesús con palabras rotundas, porque no entiende la Escritura ni el poder de Dios. Nuestras líneas de ser, los decires y haceres que constituyen nuestra vida en líneas de carne, carne nuestra, que tienden a converger en quien se nos muestra en la cruz, no terminan en un punto ciego, sino en uno que se nos abre para mostrarnos el lugar vivo de nuestro descanso, como seres recreados a imagen y semejanza del Dios creador que se nos presenta ahora como la Trinidad Santísima. Punto es de llegada, la cruz de Cristo, mas punto de partida, sobre todo, pues la carne rota se levantará al tercer día para ascender como carne resucitada al seno mismo que es el lugar del Hijo por naturaleza. Por ello, en la cruz, en el crucificado, vemos al Dios Trinitario que se nos acerca para darnos vida eterna, vida que participará en el siempre, siempre, siempre de Dios. Por eso, ahí, somos ya desde ahora seres divinizados. El Espíritu de Dios, Espíritu del Padre y del Hijo, viene a nosotros y hace su templo de nuestra carne salvada.

La Escritura nos lo va enseñando. Cuando Jesús habla, cuando se va escribiendo el NT, ella era esencialmente lo que llamamos AT, y, precisamente, en la versión de los LXX. Y contemplamos cómo, primero las cartas de san Pablo, y luego los demás escritos, van convirtiéndose también ellos en Escritura, hasta que encontramos el conjunto entero de la Biblia. Escritura en donde leemos palabra que es de Dios. Escrituras que debemos conocer y entender, sabiendo que esa comprensión la encontramos en Cristo Jesús, en el Misterio de Jesús, que es el Misterio de Dios. Escrituras que nos abren los ojos a la novedad de la recreación salvadora y redentora de lo que somos, hasta lograr la plenitud de lo que nuestra naturaleza personal llega a ser, imagen y semejanza de la Trinidad Santísima, pues ese Misterio nos enseña cómo ahora ya somos seres divinizados. Los Padres griegos nos lo enseñaron con enorme perspicacia. De este modo, estamos arrecogidos por el poder de Dios. Y, en ese poder, todo pasa por la cruz; cruz joánica en la que resplandece la carne transfigurada por la resurrección y la subida al seno del Padre.