Una madre se despertó de madrugada por la llamada a gritos de su hijo pequeño, de cuatro años. Corriendo, se acercó al niño pensando que tenía pesadillas. Pero el niño le preguntó: “Mamá, ¿Dios fuma?”. Figuraos la cara de la pobre mujer…

No sabemos si Dios fuma. Pero sabemos lo más importante: como dice el Deuteronomio, ha creado el universo con poder, plasmando su belleza en infinidad de criaturas; al hombre lo creó a su imagen y semejanza, convirtiéndolo en la niña de sus ojos. La persona humana, hombre y mujer, es reflejo de un Dios personal. Sabemos que cuando la criatura rompió la relación con Dios por el pecado, Él, con amor infinito, hizo una alianza, con promesa de enviar al Mesías. A lo largo de los siglos fue revelando su gloria, su clemencia, su ternura al pueblo de Israel, que igualmente le traicionaba con frecuencia. Al llegar la plenitud de los tiempos, el Padre eterno, por obra del Espíritu Santo, envió a su Unigénito y se encarnó en María la Virgen. Jesús de Nazaret es el Hijo eterno de Dios, que nos ha dado a conocer a Dios mismo tal y como es, y ha sellado una alianza nueva y eterna con los hombres. Por el envío del Espíritu Santo, la misma vida divina, como explica San Pablo a los romanos, se hace vida en nosotros.

Este intimar Dios es lo característico de la vocación cristiana. No simplemente creemos en Dios en un sentido genérico: le tratamos con una relación totalmente familiar. Esta expresión esconde mucho más de lo que parece, pues se refiere a lo más profundo que esconde la gracia de Dios: nuestra identificación con Dios, nuestra divinización. Es algo que nos sucede progresivamente, dejándonos llevar de la docilidad, a través de nuestra historia de intimidad con Dios, de nuestra participación en los sacramentos, en la recepción del testimonio de otros santos cristianos, en la experiencia que adquirimos con los avatares y sufrimientos de la vida… Algo grandísimo se esconde en la normalidad de la vida de un cristiano. Es como el magma de la tierra, que está escondido, pero hace todo fecundo.

La filiación divina es algo así como la implantación del ADN de Dios en nuestra persona. De este modo, nuestras potencias están más capacitadas para conocer y amar a Dios. Esta adopción filial nos asemeja con Jesucristo, el Hijo por naturaleza. Y de hecho, al ser hijos adoptivos del Padre, nos incluye en su herencia. Esto es: somos los herederos del universo. Cristo lo es, y nosotros somos sus hermanos.

Dios no sólo ha manifestado su naturaleza: se ha relacionado con nosotros, implicándose totalmente con cada ser humano. Es la historia de salvación. ¿Por qué el misterio de la Trinidad beatísima es tan importante para mí? Porque es mi familia. Más importante que mi familia de sangre. Es mi familia eterna: revela quién soy yo, mi lugar en el mundo y mi destino eterno. Soy una criatura de Dios, amada eternamente como hijo por el Padre; esperada como hermano por el hijo Unigénito, Jesús el Señor; configurada por el Espíritu Santo para amar al Padre y al Hijo con la intensidad del amor divino. La Trinidad es mi hogar: del que salí y al que volveré tras el peregrinar terreno. Es la consecuencia de haber sido bautizado en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

La definición teológica clásica del misterio de la Trinidad está plenamente recogida en el prefacio de la Misa de hoy. Disfrútalo, que merece la pena:

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación,

darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.

Que con tu Hijo unigénito y el Espíritu Santo

eres un solo Dios, un solo Señor;

no en la singularidad de una sola Persona,

sino en la Trinidad de una sola naturaleza.

Y lo que creemos de tu gloria porque tú lo revelaste

lo afirmamos sin diferencia de tu Hijo y del Espíritu Santo.

De modo que, al proclamar nuestra fe

en la verdadera y eterna Divinidad,

adoramos tres Personas distintas,

de única naturaleza e iguales en dignidad.

A quien alaban los ángeles y los arcángeles…