“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá”, pues, ¿a qué esperamos? Cada vez le tengo más miedo al hombre normal, al que tiene su vida programada para no encontrar una sola fisura. Donde todo es sota, caballo, rey. Se levanta, vive y duerme, y ni siquiera le acomete la tentación de estar decepcionado con tan poca vida que se lleva a descansar a la cama. Quien tiene todo bajo control no llama ni busca, porque lleva las soluciones completas bajo el brazo. En cambio, quien busca es porque sabe que no se basta a sí mismo. Los artistas son de esa naturaleza, no se conforman con repetir el camino de sus maestros precedentes, sino que se aventuran en improbabilísimas probabilidades, y allí buscan, se enredan, hallan… Un creyente tendría que ser el paralelo del artista, que siempre se enfanga en la experimentación: se escapa a medianoche a una capilla con el Señor expuesto para buscar arrimo, se sacrifica por sus hijos sin propaganda, inaugura una conversación con la esposa con la que últimamente no encuentra el nexo de encuentro…

Thomas Merton escribió en su “Montaña de los siete círculos”, una de esos megalitos literarios absolutamente admirables, una de las mejores explicaciones de por qué el hombre tiene que salir hacia Dios y rogarle. Hay una paradoja inscrita en el corazón mismo de la existencia del ser humano: la naturaleza humana puede hacer poco o nada para resolver sus problemas más importantes. El médico llega hasta donde sabe con sus usos de calibración, ataja la enfermedad como puede, sabiendo, que somos temporales y que todo lo natural lleva marchamo de caducidad. Pero nunca fuimos destinados a llevar vidas puramente naturales. Nuestra naturaleza, que es un don gratuito de Dios, nos fue dada para realzarla con otro don gratuito, que es la gracia, la vida propia de Dios. Y esa se pide, porque no se trabaja con azada.

Por eso debemos buscar, llamar, pedir, para que cuando menos lo esperemos el Señor nos ponga la lluvia de su presencia cerca de nosotros, “vuestro amor es como nube mañanera, como el rocío que al alba desaparece. Yo vendré como la lluvia de primavera, que empapa la tierra” (Oseas). Esa es la rogativa de fertilidad más importante del ser humano.