Seguimos leyendo a el profeta Isaías describir el cielo nuevo y la tierra nueva. Comenzar el día (e incluso mejor acabarlo también antes de irse a la cama), leyendo estos textos te llenan de ganas de llegar al cielo. Y uno se pregunta ¿Cómo será el cielo? De pequeño, en las clases de religión o de catequesis se hablaba a veces del tema: Un lugar donde el helado no se acaba nunca, donde se está permanente jugando, donde se puede pisar el césped…, mil ideas de niño pero que, en nuestro lenguaje infantil, se era eternamente feliz. Luego se nos va el corazón de niño y hacemos un poquito de filosofía del cielo, y cuando nos volvemos un poco más serios y más tontos, dejamos de plantearnos como será el cielo para preocuparnos por el saldo del banco.

¿Cómo será el cielo? Pregúntatelo, disfruta haciendo de niño con el Señor.

Dios nos da un adelanto en el Evangelio de hoy y en la Misa de cada día.

Acudimos a Misa muchas veces mudos, lisiados, tullidos o ciegos. Y el Señor nos cura. Al cielo vamos a Jesús y el cura nuestras limitaciones, la culpa de nuestros pecados, el dolor de no amar bastante, y nos hace descubrir lo mucho que podemos amar a Dios. Y se crea un deseo enorme de saltar, gritar, mirar, contemplar, gozar. Lo que antes no podíamos hacer pues estábamos disminuidos, cuando escuchamos la Palabra de Dios nos deja sanos y podemos volver a disfrutar.

Pero Dios sabe que estamos hechos para algo más que brincar y gritar. Tal vez nosotros nos quedaríamos contentos con eso, pero Dios sabe que nuestro corazón quiere más. Y siente compasión de nosotros, sabe que nuestro corazón está hecho para más. Y se sirve de nuestra pobreza, de nuestros pobres siete panes y algunos peces para colmarnos hasta lo indecible. Y no contentos con darnos algo se da Él mismo en la Eucaristía, nos da su cuerpo y su sangre. El viejo anhelo del hombre de querer ser como dioses se ve colmado hasta la plenitud en estar injertado en Dios para la eternidad.

¿Cómo será el cielo? Pídele al Espíritu santo el don de vivir la Misa en plenitud. Y aún en este mundo, aun lastrados por nuestras miserias y nuestros pecados, estaremos abriendo la puerta para asomarnos a descubrir el destino que Dios tiene reservado para los que le aman.

No te importe mucho si el sacerdote es alto, bajo, simpático, serio, canta o no se le entiende nada porque habla muy rápido. Si quiere hacer lo que la Iglesia hace el sacerdote es simplemente el portero, y aunque no te guste el aspecto del conserje no vas a dejar de cruzar la puerta.

No te importe si en tu parroquia hay muchos niños que lloran y no te dejan escuchar bien, o hay unas pocas ancianas siempre sentadas en sus mismos sitios. Todos esos, si te acompañan al cielo, serán las personas que más quieras en el mundo, aunque aquí no las conozcas.

No te importe si te despistas o en momentos estás pensando en otra cosa (eso sí, apaga el celular, en el cielo no te hace falta), y crees que no vale la pena estar así en Misa. Ninguno valemos para el cielo, pero Dios lo quiere regalar a los que lo aman. Eso sí, si descubres algún pecado que debas confesar, no lo dejes para mañana.

Haz de la Misa tu monte santo de cada día. Y “celebremos y gocemos con su salvación, porque reposará sobre este monte la mano del Señor”.

Y sí que te importe, al entrar en la Iglesia, pedirle a tu ángel de la guarda que te ayude y a la Virgen que se siente a tu lado y te vaya explicando bajito lo que tus ojos ven y nuestro corazón tantas veces no entiende.

Ojalá llegue un día en que en vez de decir “Voy a Misa” nos salga del corazón decir: “Voy al cielo”