Hoy es san Esteban, y a san Esteban la Iglesia lo llama protomártir, el primero que siguió los pasos del Señor de morir por su causa. Lo malo es que podemos entender “martirio” de forma superficial, como “proceso en el que se vierte sangre por causa de Nuestro Señor”, como si la emulsión de la sangre hablara por sí misma de su propia virtud. Etimológicamente martirio se refiere al proceso de dar la vida por alguien, de ahí que Nuestra Madre, la Virgen, fuera la mártir por antonomasia. Y sin embargo no derramó una sola gota de sangre en el suelo de Palestina. Nadie entregó su vida a Dios como María, cada día fue para ella genuinamente martirial.

Esto lo explico porque Dios no desea que nadie se ponga frente a mí con una cimitarra turca y me abra en canal, haciéndome explotar toda la colección de glóbulos rojos, blancos, plaquetas y plasma. Pero el Señor sí que desea que abra mi amor en canal, el verdadero martirio del darse, haciendo que mi corazón bombee la sangre con la presión suficiente para no dejar ocasión sin entrega.

Pero darse enteramente a Dios es martirio más difícil que dejarse matar por Él, porque éste dura un instante, en cambio el primero es una vocación que dura la vida entera, y además tiene muchos peligros. Porque uno puede llegar a creerse que está dándose como la Madre Teresa a los demás, cuando en el fondo está buscando su propio beneficio. Eso pasaba en Plácido, donde el genio de Berlanga ridiculiza esa caridad de postín de los ricos que invitan a cenar una noche a los pobres en su casa, bajo el patrocinio de Ollas Cocinex.

Quien mejor entendió esa caridad de doble filo fue Stefan Zweig en su novela “La piedad peligrosa”, merece la pena que adjunte uno de sus textos prodigiosos. “Hay dos clases de piedad. Una, tierna y sensiblera, que no es en realidad sino la impaciencia del corazón por librarse cuanto antes de la penosa emoción que nos embarga ante el sufrimiento del prójimo, y que no es en modo alguno la compasión, sino un movimiento instintivo de defensa del alma contra el sufrimiento ajeno. Y la otra, la única, la piedad sin sensiblería, la piedad creadora, que sabe lo que quiere y está decidida a perseverar hasta el límite extremo de las fuerzas humanas”.

Esa última es la caridad del verdadero martirio, la creativa y enamorada de Dios, que es capaz de hacer el bien sin desfallecer.