Estos días he escuchado muchas historias de Navidad por la radio. Todas portaban los consabidos ingredientes de ternura y una imprescindible moraleja. Algunas de ellas son verídicas, como la emocionante Tregua de Navidad de 1914, que tuvo lugar entre las tropas británicas y alemanas estacionadas en el frente occidental. Fue un espacio en blanco de renuncia a la violencia que los contendientes aprovecharon para intercambiar tabaco, fotos de familia, para enterrar a los muertos y cantar villancicos. Hay otras historias menos conocidas, como la de aquella madre de familia alemana que acogió en su casa del bosque a un puñado de soldados norteamericanos perdidos durante la Segunda Guerra Mundial. Ella y sus hijos atendieron a los enfermos.
También existe un buen surtido de ficción, no tenemos más que recordar el Cuento de Navidad de Dickens. En todos ellos triunfa el discurso de la bondad del corazón frente a la hipocresía, la vanagloria y la amargura. El periodista y escritor español Sergio del Molino dice que este género de relatos nace a rebufo de la peregrinación de María y José de posada en posada, tratando de encontrar cobijo para cuando llegara la hora del parto. El escritor dice que todos los valores humanos conmovedores están ahí: una familia pobre que peregrina sin rumbo, la menesterosidad, la hospitalidad, la ternura que conlleva todo nacimiento.
Todo eso está muy bien y, ya digo, es conmovedor, sin embargo ninguna de estas historias cuenta el meollo de la Navidad. Aprovechando que hoy es la fiesta de san Juan, recuerdo el impacto que me produjo la primera vez que reflexioné seriamente sobre su primera carta, “ lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos…” Quien escribía aquel texto quería dar a conocer que la novedad del cristianismo no descansaba en un lote de valores conmovedores, sino en una experiencia real, no imaginaria, mantenida con un ser humano que había puesto patas arriba su propia existencia. Aquel niño era el Hijo de Dios, ofrecido a los sentidos, al oído, la vista, el tacto….
Además, Juan lo contaba como quien no puede contener su alegría, “esto que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto, para que nuestra alegría sea completa”. La causa de la alegría del hombre ya no es la bondad de su corazón, sino que nuestro pequeño corazón puede encontrarse con el mismo Dios, algo inaudito.
La causa de mi alegría es la certeza de que Dios es Amor.*