Nunca me he creído la frase con la que se abre Ana Karenina de Tolstói, “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. No, porque sencillamente la experiencia me lo desmiente. Las familias tristes ruedan siempre por la misma pendiente, en cambio toda construcción es única, diferente. La destrucción es perfectamente similar a las demás, cuenta con un motivo de detonación y el polvo de la destrucción. En cambio he visto el lujo de la creatividad en familias que han decidido preparar esta Navidad con un Adviento especial. Una me contó que al final del día, todos se ponían de cara a la Virgen y se contaban su vida interior. Se pedían perdón, había risas, una oración común y a dormir. Otra familia me ha contado que la noche del 24 ardió una vela blanca y gorda, de esas de IKEA para el mal olor, en el alfeizar de su ventana, para que mientras ellos estaban de cena fuera de casa, hubiera un símbolo de “la familia que reza toda la noche”. Al día siguiente, el más pequeño de los hermanos se levantó pronto y gritó, “mamá, la vela aún está encendida, así, como estamos nosotros”. A ese niño se le ha regalado para siempre la imagen de una vela encendida como promesa de unidad.

He escuchado a una mujer decirme que ha vuelto a enamorarse de su marido, y no por la pena de verle avejentado, sino por el entusiasmo de seguir haciendo planes juntos y de iniciar la penúltima etapa de sus vidas. Me gusta esa concepción de matrimonio que tiene el filósofo Fabrice Hadjadj cuando dice que en el matrimonio se vive una “constante poligamia de pareja”, porque el marido se enamora primero de la que será su novia, luego de la chica con la que se casó, la que cambió con el primer hijo, la que volvía triste del trabajo, la que tenía más tiempo para estar con él…

El cuarto mandamiento no es un mandamiento bárbaro, es la consecuencia de entender que el regalo de la existencia vino de manos de unos intermediarios un poco torpes, los padres, esos que se emocionaron juntos cuando nos tuvieron en sus manos por primera vez. ¿Cuántos padres han hecho mal su papel? Pues muchos, pero nadie es padre o madre con intenciones perversas, todos terminan haciendo lo que pueden y Dios pone el resto. Ahora, qué importante es equipar a los hijos para una profunda vida espiritual, esa es la clave. No vale eso de hablarles de Dios y luego añadirle un lote de valores, el discurso sobre tener un buen trabajo, hacer buena boda… como si fueran asuntos independientes. Si el hijo entiende que Dios está en el centro de la red de eventualidades que le deparará la vida, los padres han superado su techo de incompetencia.

¡Familias, feliz Día de la Familia!