Jesús vivía en Cafarnaún cuando comienza su predicación pública. Las excavaciones que se hicieron en la orilla norte del mar de Galilea sacaron a la luz ese pueblecito entrañable en que Pedro, Andrés, Santiago y Juan vivían, donde también se trasladó Jesús a vivir, dando ocasión a que se conocieran. Allí les eligió. Y allí comenzó Jesús la tarea mesiánica de preparar el corazón del pueblo para el encuentro con el Dios vivo: “¡Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos!”

Y como la palabra de Dios es viva y eficaz, va acompañada de los hechos que certifican la veracidad de lo que se comunica mediante la voz: “Y él los curaba”. Así, la relación entre las palabras y las obras verifican la llegada del Reino. El Evangelio entero es una comunicación completa de Dios en obras y palabras, y por esta razón es tan importante para cada cristiano alimentarse de la Sagrada Escritura, profundizando lo que en ella se cuenta, pidiendo al Espíritu Santo que ilumine nuestro entendimiento para percibir lo que se nos puede pasar por alto. Y en esa tarea, nuestro corazón va creciendo, nuestras obras acompañan a lo que siente el corazón, crecemos en santidad y luchamos por ser fieles al Señor. Y así, la palabra de Dios sigue siendo hoy viva y eficaz, convierte corazones, cambia la vida de tantas personas, sostiene en la fe ante las dificultades, genera fidelidad, perdón, paciencia, alabanza. Lo vemos en tantos hermanos nuestros que son testimonio viviente de la presencia y acción de Cristo en el mundo.

San Juan, en su primera carta, alude a la relación entre lo que creemos y lo que hacemos. Sobre todo destaca el amor como el acto por antonomasia que resume los mandamientos de la ley divina, pues constituye su alma, su médula espinal, que estructura y da cohesión a todo el organismo de la vida espiritual y moral, tanto en el interior de la persona como en la estructura de una sociedad entera.

Pero el amor fraterno del que habla San Juan brota del amor que Cristo genera: creemos en el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. No se trata de cualquier experiencia amorosa o de amistad, sino de una muy determinada: la de Jesús de Nazaret. En Él se ha manifestado un amor hasta entonces desconocido. Su intensidad y su identidad no responden solo a lo humano, sino que manifiestan plenamente lo divino. Quien se experimenta amado por Jesús de Nazaret conoce el mismo amor divino. Por eso “le seguían multitudes venidas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Trasjordania”.

Conmueve acompañar a tantas personas en ese camino de búsqueda de Cristo, cuyas palabras tanto sanan y descansan el corazón, y con el alimento de la eucaristía tanto sacian el hambre y la sed de Dios. ¡Cuánta gente sigue acudiendo de todas partes para escuchar al Maestro y recibir el Espíritu Santo que sigue soplando sobre su pueblo!

Termino con un deseo y una petición al margen del comentario. Espero que los Reyes Magos se hayan portado estupendamente con todos, trayéndoos un montón de regalos. El mío —y el de mis compañeros de promoción— es desde hace tiempo especialmente entrañable: ¡ayer nos trajeron 18 años de sacerdocio! No se me ocurre mayor regalo. Rezad para que lo guardemos como oro en paño y seamos siempre fieles a tan gran don.