Continuamos con el comentario a la primera carta del Apóstol san Juan: “Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano”.

Podríamos distinguir cuatro grandes amores: primero, Dios; luego los demás; luego yo mismo; por último la creación (todas las cosas creadas). En cambio, para la mayoría, la dificutad consiste en el primer paso: ¿Cómo amar a Dios si no le veo?

En efecto, no “ver” a Dios constituye el 99% de nuestros problemas con Él: la falta de presencia de Dios, su aparente ausencia, debilita nuestra vida, nuestra capacidad de hacer el bien y está en el origen de muchos desajustes de nuestra vida. El pecado, no lo olvidemos, hunde su más honda raíz en un desajuste de amores. El corazón tiende a amar porque es imagen de Dios amor, que amando nos crea y nos redime. El desorden de nuestra inteligencia y voluntad hace que no amemos con perfección.

Dios no se oculta, pero debemos aprender a encontrarnos con Él, interpretar lo que pasa en nuestras vidas a la luz de la gracia divina, que nunca falta. Pero es cierto que nuestros primeros pasos en el amor no se refieren a Dios directamente: nuestro amor a Dios lo vamos descrubriendo con el paso del tiempo, la acumulación de experiencias y el crecimiento en la vida espiritual. Pero nunca es el primer amor que experimentamos en la vida: está reservado a los padres, que nos reciben y cuidan con cariño. También en la familia descubrimos el amor de los hermanos, la fraternidad, extensible a los primos, que innumerables ocasiones hacen de hermanos. Luego vienen los amigos. Así transcurren los primeros 15 años de nuestra vida.

Si los padres se esmeran en la educación cristiana de los hijos, inculcarán desde muy pronto el amor de Dios a los hijos, cuya capacidad para comprender al Señor queda fuera de toda duda. Jesús alaba la sencillez y sabiduría de los niños (10,13-16). Lo experimento todos los días en catequesis, donde los niños que han recibido una sólida formación cristiana y cuentan con unos padres piadosos, comprenden al Señor de un modo cristalino y hacen preguntas llenas de sabiduría. ¡Cuántas lecciones de amor de Dios nos dan los niños!

Para llegar a comprender el amor de Dios, Él mismo nos va conduciendo en el camino de la vida a través de la experiencia del amor humano: el de nuestros padres, hermanos, amigos. Y esta es la clave que nos da hoy San Juan: para ser muy de Dios, debemos ser muy de la tierra que él ama. Es decir, que para llegar a experimentar bien el amor de Dios, Él va a llegar a nuestras vidas a través de nuestra experiencia de amores que tenemos aquí en la tierra.

El que no sabe amar a quienes tiene alrededor, especialmente en el ámbito familiar, que siempre es el más íntimo, difícilmente va a poder amar a Dios. Será más bien una escapatoria de su situación familiar, un refugio o una evasión. Desgraciadamente esto pasa más a menudo de lo que pensamos: parece que la religión es como una evasión de la realidad, de los problemas y dificultades que tenemos en el camino de nuestro amores. Alguno definió la religión como el opio del pueblo, una droga que provoca la evasión de la realidad.

Esto es lo que no puede ocurrir. San Juan nos da la clave: experimentar el amor de caridad, el agapé, nos lleva a amar también lo que Dios ama. Y Él no sólo me ama a mí: ama a todos los que tengo alrededor. Los ama con incondicionalidad, con perfección. Por eso no podemos amar a Dios a quien no vemos (físicamente) si no amamos a los hermanos que sí vemos y tenemos a nuestro alrededor.

El mismo corazón que tenemos para amarle a Él es el mismo para amar a los demás. No están separados ni reñidos. Quien ama a Dios, conoce también aquello que Dios ama y lo que busca.

Necesitamos meditar mucho acerca de lo que dice San Juan. El amor de Dios es una fuente de luz para restaurar nuestro corazón de las heridas amorosas: unos padres que no nos quisieron, un marido que no me comprende, una mujer difícil, un hijo que se ha metido en drogas, un amigo que me ha traicionado, unos compañeros de trabajo insufribles, una suegra inmisericorde… No se trata de amarles como Dios les ama, sino aprender del amor de Dios a mirarles de otro modo. Dios ama a todos al 100%; Nosotros no llegaremos allí nunca en esta vida, aunque algunos santos se hayan acercado mucho a esa medida. Pero lo que sí puede ocurrir es que el amor de Dios sane las heridas que tienes para que vivas más de su amor y no te amarguen tanto los fracasos amorosos.

¡Pon tus amores ante el amor de Dios, y Él te guiará para sanar tus heridas!